Gente del futuro – 3

Lutero, covid y fe
31 octubre 2022
La mente de Cristo
3 noviembre 2022
Lutero, covid y fe
31 octubre 2022
La mente de Cristo
3 noviembre 2022

El ciclo ficticio, tercera parte.

Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Parafraseando un verso de la Apología del tango, comenzamos la tercera entrega de este ciclo sobre la búsqueda de la utopía; el sueño de lograr, en un futuro posible, el mundo ideal y perfecto, y los fracasos habidos en los intentos de conseguir la utopía, imponiendo sistemas que ayudarían a alcanzarla, pero que sólo trajeron sufrimiento a mucha gente. terminamos la entrega anterior hablando del comunismo como sistema filosófico y político, tomando de una breve cita el ideal que representó en su momento, y de otra cita el fruto de su implantación; un resultado desastroso, que marcó la historia del siglo 20. A continuación, planteamos dirigir –también brevemente– la mirada a los sistemas religiosos que prometieron, no sólo la perfecta felicidad en el cielo, sino que intentaron implantar el reino de Dios en la tierra, con resultados dolorosamente similares. Nos servimos de algunas producciones de ciencia ficción –literarias y cinematográficas– que exploran el futuro, presentándolo a veces como distópico, a veces utópico, y nos concentramos en una franquicia de medios del mencionado subgénero, enormemente popular, y que se ha mantenido durante más de medio siglo: Star Trek (Viaje a las estrellas).

La producción más reciente de este universo de ficción es la serie televisiva Star Trek Discovery, cuya segunda temporada se estrenó en enero de este año. Esta serie representó un cambio en relación a las series tradicionales de la franquicia, en cuanto a que, más a tono con el estilo de las series en general en los últimos años, sus temporadas tienen menor número de capítulos –quince la primera, catorce la segunda, frente a más de veinte en las series predecesoras– y dejando de lado el viejo estilo de capítulos autoconclusivos, la trama se va tejiendo a lo largo de cada capítulo, teniendo su culminación en el capítulo final de la temporada; como un teleteatro. La primera temporada de la serie comienza con una de las razas más emblemáticas del universo Star Trek: los Klingon. Esta especie de salvajes vikingos interestelares forman un imperio dividido en múltiples facciones, y por lo tanto débil y sumido en el caos. Estos seres poseen una religión basada en la creencia en una especie de mesías, llamado Kahless, un guerrero mítico que muchos siglos atrás había logrado unir el imperio, y que había partido, prometiendo volver algún día. Al comienzo de la serie, una especia de profeta de este mesías, llamado T’kuvma, invoca a Kahless y llama a los Klingon a la unificación, utilizando argumentos en parte religiosos y en parte nacionalistas y xenófobos, para mantener su identidad frente a los intentos de asimilación por parte de la Federación, en la que los seres humanos conviven en paz con otras especies extraterrestres. El lazo de unión es la guerra contra la Federación.

Como en toda producción de ficción, la noción de un mesías, un salvador que en un tiempo pasado hizo cosas para el bien de su pueblo, desapareciendo luego, no sin antes prometer su regreso, regreso cuya esperanza un grupo de seguidores alienta durante largo tiempo, muestra innegablemente la influencia de la historia de Jesucristo. Ahora, en esta visión futurista hay algunos aspectos dignos de comentarse. Los Klingon son llamados a la unificación para la grandeza de su imperio, por un líder que los convoca utilizando un lenguaje cargado de palabras que evocan símbolos sagrados y al mesías de su raza, e insistiendo en evitar el contacto con una Federación –en la que están los humanos– que intenta asimilarlos, y hacerles perder su identidad. ¿Por qué no desean la asimilación, e incluso rechazan el contacto? Porque rehúyen acercarse a una organización política en la que coexisten varias razas mezcladas. Deploran esta mezcla de razas; la coexistencia pacífica de humanos con otras especies extraterrestres inteligentes –algo ya presente desde la serie original de los años 60– les provoca repulsión. Quieren mantenerse puros, y por eso procuran mantenerse aparte; para mantenerse aparte, deben estar unidos, y para lograr unirse, son llamados a la guerra. Muy a tono con nuestra época, los buenos de la película son los de la Federación; los que viven mezclados con otras razas, en paz, armonía y tolerancia. Los malos son los Klingon, los que tratan de mantenerse separados, para conservar su pureza. Esto no parece ser casual; en la posmodernidad, el perseguir la pureza apartándose de personas y situaciones que amenazan la misma, tiene muy mala prensa. A esto hay que agregar un detalle: la estética de esta raza extraterrestre, los Klingon; en series anteriores de la franquicia, habían evolucionado de ser prácticamente indistinguibles de los humanos, a tener una especie de cresta característica en la frente. En Discovery, todo su cuerpo, y particularmente su cabeza, son transformados, dándoles un aspecto monstruoso. Es perfectamente creíble la existencia de un mensaje subliminal aquí: aquellos que se separan, que rehúyen el contacto con los que son diferentes, en aras de conservar su identidad y su pureza, que además se aferran a su religión, y sobre todo a su creencia en un mesías que se fue hace siglos, pero que prometió volver algún día, son monstruos.

Aquí también se percibe la influencia de la historia de las religiones. Sobre todo, de las religiones exclusivistas; es decir, de aquellas religiones que se proclaman como el único camino a Dios, y para las cuales el adorar a otro dios, distinto del suyo, es apostasía y traición. Esto es particularmente evidente en el caso del cristianismo y el islam. El cristianismo medieval con sus cruzadas, y el islam con su yihad o guerra santa, son ejemplo de sistemas religiosos segregacionistas y exclusivistas; ambos hicieron la guerra al “infiel”, es decir, guerra al que es de otra religión, y no quiere responder a la invitación a convertirse; el islam todavía lo preconiza. Y aún en el cristianismo actual, sobre todo el cristianismo evangélico, aunque por supuesto ya no se habla de tomar las armas ni de guerra santa, el concepto teológico de santificación, cuando no es bien entendido, puede implicar una errónea conducta de segregación. La noción bíblica de santificación tiene que ver con un proceso dinámico de dedicación o consagración a Dios, pero un proceso interior, “una transformación interior, que se efectúa gradualmente, dando como resultado la pureza, la rectitud moral, y los pensamientos santos y espirituales que se expresan en una vida externa de bondad y piedad” (1). Párrafos de la Biblia como por ejemplo Apocalipsis 18:4, que habla de la caída de Babilonia y dice: “Salgan de ella, pueblo mío, para que no sean partícipes de sus pecados, ni reciban parte de sus plagas”, o uno muy conocido por los evangélicos: “Sean santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:16), pueden estimular en creyentes sinceros, comprometidos con lo que creen, pero con poca comprensión de las Escrituras, un comportamiento caracterizado por apartarse y rechazar a aquellos que no comparten fe, principios, ni ética de vida. Es necesario entender con claridad este concepto, y para ello, los pasajes anteriores pueden contrapesarse con otros tales como Juan 17:15, la oración de Jesús por sus discípulos –antes de su arresto– en la cual dijo: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal”; o la expresión del apóstol Pablo en 1 Corintios 5:9-11: “Les he escrito por carta, que no se junten con los fornicarios; no absolutamente con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los idólatras; pues en tal caso les sería necesario salir del mundo. Más bien les escribí que no se junten con ninguno que, llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón”. Es decir, que lo que aquí dice Pablo muestra claramente que no se trata de no juntarse con los pecadores, sino de alejarse de los falsos cristianos e hipócritas. La separación que implica el concepto de santificación, o consagración, al que los creyentes son llamados en la Biblia, nunca implica segregación, ni aislamiento, ni mucho menos violencia hacia aquellos que no creen lo mismo. Porque nunca debe olvidarse el ingrediente fundamental del evangelio, mayor aún que la fe y la esperanza: el amor. La simple tolerancia, y los cantos a la convivencia pacífica, no construyen utopías; sin amor, no hay utopía posible.

En cuanto a la imposición de un sistema religioso, en procura de alcanzar el ideal de una sociedad perfecta, regida por la ley divina, surgen claramente ejemplos históricos en el cristianismo. A partir del cuarto siglo, y sobre todo durante toda la edad media europea, la hegemonía religiosa de la iglesia implantó un sistema político-religioso sobre la vida de naciones enteras. Constituyó la materialización de la utopía religiosa, la preparación para el reino de Dios, o el reino de Dios sobre la tierra; el pontífice romano, como vicario de Cristo, gobernando sobre millones de almas, sometidas a su vigilancia pastoral. Aunque la realidad cotidiana distaba enormemente del ideal espiritual elevado enseñado por Jesús en el evangelio. Al igual que los sistemas políticos que procuraron alcanzar la utopía, el cristianismo también fracasó, cada vez que intentó imponer su propia utopía: el reino de paz, justicia y salvación anunciado en las Sagradas Escrituras de la Biblia.

Sin embargo, hay un ejemplo de la incapacidad del ser humano para alcanzar la utopía, incluso con el auxilio religioso, que surge de la misma Biblia. En el Nuevo Testamento se da una relación de la historia de las primeras décadas de la iglesia cristiana. El libro de los Hechos de los Apóstoles dice algo interesante acerca de los primeros cristianos de Jerusalén, la ciudad donde nació la iglesia el día de Pentecostés posterior a la muerte y resurrección de Jesús. Allí leemos sobre aquellos cristianos primitivos lo siguiente “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (2:44-47); este pasaje se complementa con el de 4:32-35: “La multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común. Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos. Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad”. La lectura de estos pasajes muestra un momento de la iglesia único, y sumamente atractivo; atractivo por lo menos para almas sensibles, y deseosas de experimentar fe, compañerismo y amistad sincera. Aquellos primeros cristianos optaron por estar juntos todo lo posible y, de hecho, es probable que muchos hayan pasado a vivir juntos; eran generosos en desprenderse de sus bienes para ayudar a los demás miembros de su nueva familia; comían juntos, llenos de alegría y “sencillez de corazón” (es decir, ninguno tenía pretensiones ni ambiciones ocultas); el mensaje cristiano continuaba extendiéndose y la comunidad crecía, y los integrantes de la misma prácticamente renunciaron a la propiedad privada, para que las necesidades de todos fueran suplidas. Aquella iglesia de Jerusalén es ejemplo del primitivo comunismo –o comunalismo– cristiano; una vida sencilla, en la que todos eran iguales, independientemente de su origen, condición social o poder económico, y se sentían hermanos unos de los otros; había hermandad, fraternidad sincera y limpia; ellos vivían juntos, unidos por la forma más elevada de amor espiritual, y llenos de la fe y la esperanza traída por la obra de Jesucristo. Constituyeron una comunidad idílica; una utopía.

Con todo, la utopía de la primitiva iglesia de Jerusalén fracasó. Primero fue el incidente de Ananías y Safira, un matrimonio perteneciente a la misma comunidad cristiana, que mintió a todos para tener su momento de gloria frente a los demás, con resultado desastroso (5:1-10). Luego hubo un episodio de discriminación que consistió en que las viudas de habla griega no eran atendidas igual que las de habla hebrea, y esto motivó quejas, y obligó al establecimiento del diaconado (6:1). Casi enseguida llegó la persecución, que derivó en la muerte de uno de esos primeros diáconos, llamado Esteban, y en la dispersión de muchos cristianos fuera de Jerusalén (8:1, 3). Años después, una hambruna azotó Palestina, y aunque había sido anunciada por un profeta cristiano (11:27, 28), los cristianos de Jerusalén no tomaron previsiones; como resultado, las iglesias gentiles de otras zonas del imperio debieron realizar una colecta para ayudarles (1 Corintios 16:1-3). Finalmente, antes del año 70 d.C., los cristianos de Jerusalén se vieron obligados a escapar hacia el territorio al este del río Jordán, previo a que las legiones romanas establecieran el sitio de la ciudad, que acabó destruida pocos meses después. En definitiva, por las fuerzas externas de aquel mundo salvaje, pero también por causas internas –pasiones, egoísmos y errores humanos de los propios cristianos– la ideal y sublime comunidad cristiana primitiva de Jerusalén no pudo continuar. Eran cristianos llenos del Espíritu Santo, y los apóstoles que habían estado con Jesús estaban allí mismo, predicando y enseñando; sin embargo, la utopía fracasó.

Entonces, ¿hay una verdadera utopía? ¿Cuál es?

Hay una utopía; efectivamente, la hay. Pero no existe sistema político ni religioso que pueda establecerla. La utopía de un mundo de paz y justicia, sin maldad, sin pecado, sin sufrimiento y sin muerte, es una promesa de Dios, a ser alcanzada por aquellos que depositen su fe en Jesucristo, y permanezcan fieles al Salvador, aferrados a Él, pese a cuantos obstáculos ponga la vida, y a cuantas tormentas agiten la existencia en este mundo mezquino. Como dijo Jesús: “El que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mateo 24:13). ¿Salvo de qué? Salvo de este mundo despreciable y perdido, salvo de la miseria de la condición humana, salvo del juicio que Dios ejecutará sobre el mal, y sobre quienes lo cometen. La utopía es el reino futuro, no a ser establecido por esfuerzo humano, sino por voluntad divina, bajo el señorío del Mesías, el Salvador del mundo. El reino eterno anunciado por Isaías con las siguientes palabras: “De ese tronco que es Jesé, sale un retoño; un retoño brota de sus raíces. El espíritu del Señor estará continuamente sobre él, y le dará sabiduría, inteligencia, prudencia, fuerza, conocimiento y temor del Señor. Él no juzgará por la sola apariencia, ni dará su sentencia fundándose en rumores. Juzgará con justicia a los débiles y defenderá los derechos de los pobres del país. Sus palabras serán como una vara para castigar al violento, y con el soplo de su boca hará morir al malvado. Siempre irá revestido de justicia y verdad. Entonces el lobo y el cordero vivirán en paz, el tigre y el cabrito descansarán juntos, el becerro y el león crecerán uno al lado del otro, y se dejarán guiar por un niño pequeño. La vaca y la osa serán amigas, y sus crías descansarán juntas. El león comerá pasto, como el buey. El niño podrá jugar en el hoyo de la cobra, podrá meter la mano en el nido de la víbora. En todo mi monte santo no habrá quien haga ningún daño, porque así como el agua llena el mar, así el conocimiento del Señor llenará todo el país. En ese tiempo el retoño de esta raíz que es Jesé se levantará como una señal para los pueblos; las naciones irán en su busca, y el sitio en que esté será glorioso” (11:1-10). Esta es la utopía bíblica; el paraíso recuperado, que se aguarda con la fe puesta en las promesas del Señor.

No hay otra utopía posible, ni otro futuro, que el que Dios ha preparado para quienes ponen su confianza en Jesucristo.

1) G.W. Santificación. En Diccionario de Historia de la Iglesia. Editorial Caribe, Nashville, TN, 1989. Pág. 1254.

Escuche aquí “El ciclo ficticio – Parte 1”.

Escuche aquí “El ciclo ficticio – Parte 2”.

Escuche aquí “El ciclo ficticio – Parte 4”.

Escuche aquí “El ciclo ficticio – Parte 5”.

Escuche aquí “El ciclo ficticio – Parte 6”.

Escuche aquí “El ciclo ficticio – Parte 7”.

Escuche aquí “El ciclo ficticio – Parte 8”.

Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 h por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario.

1 Comment

  1. […] Escuche aquí “El ciclo ficticio – Parte 3” […]

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *