Las reglas de la vida

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Una reflexión sobre la autoridad y la guía de Dios

Por: Ezequiel Dellutri*

Mi juego de mesa preferido es el Monopoly, lo que es curioso: cuando el ingeniero Charles Darrow lo presentó, fue rechazado con un informe lapidario que señalaba nada menos que cincuenta y dos problemas de diseño, incluyendo el ser complicado de aprender y presentar partidas demasiado largas. Pero no se desalentó y él mismo costeó la producción del Monopoly: se estima que lo jugaron más de quinientos millones de personas. En nuestra tierra, se conoció con un nombre más cercano a nuestra sensibilidad gauchesca: El estanciero. La mecánica es sencilla: avanzar por un recorrido circular, comprar terrenos, arrendarlos, acumular dinero y ganar el juego.

Soy un ferviente lector de los manuales que siempre acompañan a este tipo de juegos: lo importante es conocer las reglas, porque la diversión está en avanzar de acuerdo a unas leyes módicas. Hay un elemento social muy importante en estas competencias, porque nos enseñan la importancia de consensuar para poder disfrutar. El tramposo es el que arruina la diversión, porque la magia del juego de mesa está en que es una realidad reducida a un tablero, unos dados, unas fichas. Un mundo sin grises: o es correcto, o es incorrecto… o es un error en el diseño del juego. Los actuales videojuegos proponen un concepto distinto. Los programadores lo llaman mundo abierto. Esto significa que el jugador puede realizar misiones, en cuyo caso deberá cumplir un objetivo y avanzar de una determinada manera, o puede optar por vagar libremente por el universo que propone el juego, inventando sus propios objetivos. Es más creativo, es cierto, pero a la larga también puede resultar muy aburrido.

Vivimos en un mundo de normas. Y no lo digo solo por las leyes que nuestra sociedad genera con más o menos criterio. Lo digo porque la naturaleza misma responde a ciclos e incluso nuestro cuerpo se rige por un reloj interno que ordena y administra sus recursos. A la mayoría de las personas no les gustan las normas, pero son imprescindibles para que mi vida no se convierta en un caos.

Muchos que ven al cristianismo desde afuera piensan que se trata de un complejo entramado de reglas que se deben cumplir para obtener cierta felicidad; nada más alejado de la verdad. El legalismo es duramente criticado en la Biblia y su principal detractor fue el propio Jesucristo. Sin embargo, pensar que en la vida cristiana no hay principios es también un error. La base de nuestro pensamiento como cristianos se basa en un puñado de leyes: los diez mandamientos. Pero estas normas, que como toda regla implica restricciones, no son alienantes. Están puestas allí para ayudarnos a crecer, a avanzar, a transitar por una vida que, sin tener la simpleza de un juego de mesa, a veces se parece mucho.

En el salmo veintitrés, David habla sobre esto. Sostiene que la vara y el cayado de Dios nos guiarán y alentarán: son las herramientas que el pastor usa para llevarnos a los verdes valles de la plenitud espiritual. Es interesante: no solo dice que gracias a esa corrección atravesaremos peligrosos acantilados; además, señala que la autoridad de Dios en nuestra vida nos estimula, porque nos marca un camino, señala un destino, indica un rumbo: nos aporta un destino.

Los no de Dios son tan relevantes como los sí, porque ambos marcan el camino a seguir y esto es lo que importa: que cada norma, cada demostración de amorosa autoridad de Dios, nos ayuda a avanzar un paso más en el complejo camino de la vida.

*Ezequiel Dellutri: Integra el equipo del programa Tierra Firme de RTM (www.tierrafirmertm.org). Profesor de literatura, escritor de literatura fantástica y novelas policiales. Es pastor en la Iglesia de la Esperanza, San Miguel provincia de Buenos Aire, Argentina. Está casado con Verónica y tiene dos hijos (Felipe y Simón).

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