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Dr. Alvaro Pandiani*

La cultura occidental, de innegables raíces pero escasos frutos cristianos, ha sido permeada por la migración de ideas filosóficas y religiosas de diversa procedencia, pagana a los cristianos ojos. Ha sufrido por otra parte un proceso de descristianización, expresado en la teoría y en la vida práctica, fruto del abandono displicente, cuando no del repudio consciente, de las ideas tradicionales del bien y el mal, identificadas en el Dios de la Biblia y su contrapartida maligna, el diablo. La consecuencia natural que de este cambio de mentalidad se desprende es el abandono de las tradicionales normas morales cristianas, y su aplicación a la vida cotidiana, en lo que se refiere a sexualidad, familia, relaciones ínter personales y laborales, y aún la actitud personal frente a la vida. Como resultado, muchos opinan que vivimos una era poscristiana.

El cristianismo cifra su esperanza en el segundo advenimiento de Cristo; pero, ¿estamos seguros de que nuestra civilización actual es la última que el hombre ha de desarrollar antes del fin de la historia? La misma historia nos da lecciones al respecto, mostrándonos el registro de las glorias de imperios grandiosos que se levantaron en el pasado de la humanidad, y que hace ya tiempo que han muerto, quedando enterrados por siglos y aún milenios, hasta que fueron descubiertos por los arqueólogos. Nuestra civilización, en múltiples aspectos mucho más grandiosa en avances y logros, pero en tantos otros aspectos tan decadente e inmoral como aquello que nos precedió, ¿por qué no moriría?

Si esta forma de vida que conocemos se derrumbara, ¿qué vendría después? Y más importante aún, sobre todo para aquellos que persistimos en ver a Cristo Jesús como el centro de la historia, las expectativas y las esperanzas humanas, ¿sobreviviría el cristianismo al derrumbe de la civilización actual, con la que alguna vez estuvo tan íntimamente ligado?

Aseverar que estamos viviendo una era poscristiana, es una afirmación que debe contrapesarse con el otro aspecto de la realidad: la vitalidad desplegada por el cristianismo actual. Esa vitalidad es desarrollada por un cuerpo de creyentes cuyo número se cuenta hoy en más de dos mil millones; cuerpo que tiene al momento actual una presencia virtualmente mundial, no faltando cristianos aún en estados antagónicos a dicha religión, tales como las naciones islámicas y los países comunistas que van quedando. Esa cristiandad multitudinaria y mundial trae a sus espaldas dos mil años de historia.

La Iglesia Cristiana encara el tercer milenio afrontando cambios globales hondamente significativos para el individuo y las comunidades, con el deber y la responsabilidad, el derecho, la oportunidad y el privilegio de, hoy más que nunca, ser fiel a su comisión original: llevar el conocimiento de Jesucristo a todas las gentes.

La hipótesis de este ensayo, a saber, la posibilidad de que se derrumbara la civilización que conocemos, y la interrogante subsiguiente acerca de qué repercusiones tendría tan magnífico suceso en la Iglesia Cristiana, nos obliga a mirar hacia aquellos momentos del pasado en que las culturas con las cuales la religión de Cristo estuvo íntimamente ligada pasaron, y cómo afectó este hecho a nuestra fe.

Tendiendo entonces la mirada hacia el pasado, nos sorprende encontrar que la primera vez que esto sucedió, el cristianismo aún no llevaba medio siglo de existencia sobre este planeta. Tal revisión específica de la historia nos obliga a remontarnos hasta los orígenes de la fe cristiana,  poniendo nuestros ojos en una tierra, Palestina; y dentro de ésta, en particular, en la ciudad de Jerusalén.

Los orígenes del cristianismo se relacionan estrechamente con el pueblo de Israel, esa “nación singular” al decir de su gran rey David (2 Samuel 7:23). Es Israel un pueblo de origen peculiar, “pensado” por Dios para ser una avanzada de monoteísmo en la tierra caída y alejada de Él, entregada a las inteligencias malignas que engendraron el politeísmo idólatra; un pueblo testigo del único y verdadero Dios; un pueblo letrado que entregara a la humanidad el producto literario más excelso, las Sagradas Escrituras; un pueblo que alentara la esperanza, repetida una y mil veces en las promesas proféticas, de la venida de Uno que saldaría la deuda que el hombre contrajo con el Creador, para llevarnos de nuevo a Dios.

Un pueblo, en fin, que dio al mundo el mejor de los regalos, la persona del Mesías, Jesús de Nazaret, el Galileo nacido en Belén, de la tribu de Judá; “…son israelitas, de los cuales son la adopción, la gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas. A ellos también pertenecen los patriarcas, de los cuales, según la carne, vino Cristo…” (Romanos 9:4,5).

Entonces, el Cristo es Joshua el judío, quién comienza su carrera pública en Galilea durante el reinado del césar Tiberio en Roma, alrededor del año 26 después de Cristo (DC.). Toda Palestina es territorio del Imperio Romano desde casi noventa años atrás, habiendo caído Jerusalén en manos romanas en el 63 antes de Cristo (AC.). Judea, Samaria y Galilea son algunas de las regiones en que se divide la tierra santa, y están en el poder hombres conocidos por la lectura de los evangelios. Herodes Antipas sobre Galilea, como rey títere a las órdenes de Roma; sobre Samaria y Judea, Poncio Pilato, un romano.

La carrera pública de Jesús es el gran tema de esos cuatro manuscritos del primer siglo, que no son exactamente biografías, sino soberbias presentaciones de un hombre que los primitivos cristianos consideraron Dios venido en forma humana para redimir al mundo. Mateo, Marcos, Lucas y Juan escriben con un trascendental propósito, expresado por éste último al final de su evangelio: “…para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre” (Juan 20:31). En Jesús el Mesías cristalizan las promesas proféticas de esperanza para un Israel sometido y subyugado. Es el “Hijo de David” prometido, y por lo tanto su relación primordial es con la nación de Israel: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mateo 15:24). Es destacable un hecho: las palabras recién citadas fueron dichas por Jesús en Fenicia, la única vez en su vida adulta que salió fuera del territorio de Israel; es decir, del territorio que histórica y tradicionalmente perteneciera a los israelitas, y que en ese momento estaba en manos de Roma.

“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuantas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, pero no quisiste!” (Lucas 13:34). Ésta es otra exclamación de Jesús, angustiada quizás, acerca de sus compasivos intentos de proteger a esa nación, frustrados por la terquedad de los israelitas.

No obstante, el Fundador de la Iglesia entró en Jerusalén, murió junto a  Jerusalén, y frente a dicha ciudad sus pies abandonaron la tierra para desaparecer hacia las alturas. Y es en  Jerusalén donde nace la Iglesia Cristiana; por ende, puede decirse con propiedad que la capital de la nación israelita fue la cuna del cristianismo (Hechos 2:1-5).

*El Dr, Álvaro Pandiani es columnista de la programación de RTM UY en “Diálogos a Contramano que se emite los martes 21:00 a 21:30 hs. Este escrito es parte del libro “El Magnífico Derrumbe” que fue publicado electrónicamente en la página de Internet de Iglesia en Marcha. Otros capítulos de esta obra fueron discutidos en esta programación al comienzo de la columna con el Dr. Pandiani en el año 2006.

1 Comment

  1. Ester dice:

    Celebro la nueva presentación de éste ensayo, en otras oportunidades lo había podido consultar. Como ensayo permite conocer el pensamiento de (en éste caso) éste escritor cristiano latinoamericano que desde sus principios cristianos elabora una construcción teórica ´y espiritual. Debería concretarse en libro impreso.

    Derrumbe posible y sus repercusiones. Me lleva a pensar al derumbe de una sociedad, de una civilización, de una familia , de una persona. Creo que asistimos a una descristianización progresiva y muy rápida de la sociedad en su conjunto y no es de ahora.

    Qué paso con otros derrumbes? Continuar , continuar, volver a construir.
    Sólo Dios tiene la potestad de saber cómo , cuando , dónde.

    Pero es excelente detenernos e ir más allá de problemas coyunturales y reflexionar con respeto, delante de Dios y si se puede en un mano a mano.

    Sigo pensando

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