Vientos de cambio

Contra la Corriente
19 abril 2017
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¿Necesita la Iglesia un cambio? ¿Una nueva reforma, quinientos años después de aquella del evento histórico surgido en la primera mitad del siglo 16, del cual en cierta forma el cristianismo evangélico es un resultado? Se habla del cambio como necesario en la Iglesia; y aunque esa expresión, en boca de actores sociales seculares, se refiera prácticamente siempre a la Iglesia Católica Romana, sería propio definir de qué hablamos cuando hablamos de cambio, y en qué medida la necesidad de un cambio está presente también en las Iglesias Evangélicas. Cambio de autoridades, de infraestructura o de organización; o tal vez cambio de mentalidad y de creencias, de doctrina, de dogma y de actitud ante los cambios en general, y ante los desafíos concretos de nuestras comunidades, desde el desarrollo científico y tecnológico, hasta las nuevas formas de vida y relacionamiento del mundo actual. Cabe entonces a los evangélicos preguntarnos si nuestras iglesias no están necesitadas también de cambio. Esporádicamente, en esta misma tribuna algunas de las opiniones aportadas por los oyentes nos han trasmitido cómo, a su entender, la Iglesia Evangélica – en realidad “las” Iglesias Evangélicas – necesitan pasar por una nueva reforma.

Las Iglesias Evangélicas constituimos un cuerpo fragmentado de creyentes, sin una estructura central global con un único líder, como pasa con la Iglesia Católica Romana, por lo que cualquier reforma, para afectar a la totalidad de ese cuerpo, debería contar no con la posibilidad de su imposición por vías administrativas jerárquicas – lo cual es bueno – sino con la capacidad de los reformadores líderes del cambio de inspirar al resto de sus hermanos y hermanas. Cosa difícil de lograr en un cuerpo demasiado extenso y heterogéneo, en el que pululan los iluminados de diversas revelaciones especiales, todos convencidos de que esa es la revelación de Dios para el resto de los creyentes evangélicos, siendo esas revelaciones especiales a menudo divergentes en su interpretación de la doctrina y en su práctica de la liturgia. También hay que tener en cuenta que, por lo general, los evangélicos tendemos a interpretar el cambio en un sentido espiritualista y místico, referido a la operación interior del Espíritu de Dios en el creyente y la Iglesia, y ponemos énfasis en los dones milagrosos del Espíritu Santo, fomentando una atmósfera sobrenatural que en ocasiones deriva en extravagancias, como más de una vez hemos observado, y que lleva a muchos evangélicos a considerarse particularmente “espirituales” (a menudo, más que sus hermanos). Las Iglesias Evangélicas no tienen tanto espacio en la consideración de la prensa y la opinión pública, salvo vínculos personales de algún comunicador con ministros o líderes evangélicos, o que se trate de una congregación evangélica que tenga una presencia fuerte y positiva en la comunidad, generalmente por su trabajo en el área social al servicio de los más necesitados. Sin embargo, la consideración del significado que el cambio en la Iglesia tiene para el mundo secular – en otras palabras, qué espera la gente que la Iglesia cambie o renueve – también nos atañe. Nos atañe porque los evangélicos tenemos un mensaje de vida, salvación, perdón y paz para dar a todos, y en nuestras actividades de evangelización requerimos de todos – invitamos a todos a – que dicho mensaje sea escuchado, creído, recibido y asimilado como la llave de una nueva vida, como la clave de la vida eterna.

Los principales asuntos en que se espera cambio en la mentalidad y doctrina de la – o las – Iglesias se relacionan, entre otros, con la actitud hacia la sexualidad en general, y el matrimonio homosexual en particular, con el ingrediente agregado del debate, no agotado ni mucho menos, sobre la adopción de niños por parejas homosexuales; también el uso de métodos anticonceptivos y el aborto (se mencionan estos porque siguen siendo los temas candentes). La conflictividad y el debate que surgen de estos temas involucra a los cristianos evangélicos; todos deberíamos sentirnos involucrados en los mismos, y asumir el compromiso de participar en una discusión constructiva que, sin comprometer principios sagrados e irrenunciables, tenga como objetivo mantener abiertos los canales de diálogo. A propósito de esto, cabría rebatir en primer lugar la opinión de algunas personas, en general ateos recalcitrantes – y con ciertas inclinaciones bien específicas en cuanto a su ideología política – que cuestionan la pertinencia de que la Iglesia, sea Católica o Protestante, opine y fije posición sobre algunos de tales temas, como aborto o matrimonio homosexual. Tal actitud intolerante, que pretende amordazar a los pensadores cristianos, ignora voluntariamente que, tratándose de aspectos de la vida de las personas y sus relaciones, es imposible que la Iglesia – cualquiera que sea – no opine. ¿Por qué? Porque el cristianismo es, desde sus orígenes, vehículo de un mensaje de amor y esperanza, pero un mensaje que en su versión más completa denuncia el pecado humano y anuncia la justa condenación por el mismo, para enseguida proclamar la misericordia y el amor de Dios en Jesucristo, y llamar al arrepentimiento, la fe y una nueva vida. Este mensaje nos alcanza a todos, pues todos somos pecadores, según la Palabra de Dios.

Así que, las Iglesias Evangélicas también enfrentan un dilema: ¿apego a la enseñanza tradicional, o cambio? El cambio no es sólo una necesidad sentida en la interna eclesiástica, como fue en otras épocas la necesidad de reforma que derivó en movimientos calificados por la Iglesia como heréticos, y en la propia Reforma Protestante. En el momento actual y al respecto de temas concretos ya mencionados, el cambio es pedido – cuando no exigido – desde fuera. El cambio es reclamado por personas y grupos que mantienen un muy débil nexo con la Iglesia, a veces prácticamente una adhesión nominal no acompañada de la práctica de las devociones religiosas mínimas esperadas en cualquier creyente, y también por aquellos que, declarándose ateos, no creen en la existencia de Dios, pero se ven obligados a aceptar la existencia de la Iglesia, y la importancia que esa institución tiene en la vida de individuos y naciones; en otras palabras, no creyentes que no tienen más remedio que reconocer que la Iglesia mantiene una fuerte presencia y un cierto poder – a veces un gran poder – en muchas comunidades. Y entonces, conscientes de la influencia que la Iglesia ejerce sobre la conciencia de innumerables individuos – muchos de esos individuos, a su vez, sumamente influyentes en sus respectivas colectividades – en lugar de chocar frontalmente contra la misma, esperan por – y reclaman – el cambio que acompase las enseñanzas, y por lo tanto la predicación y el discurso moral, y por lo tanto las prácticas y costumbres, a los tiempos que corren y a las nuevas formas de moralidad en las relaciones humanas.

Desde el punto de vista mencionado, podríamos decir que quienes claman por el cambio, lo que desean es una Iglesia más tolerante, que no condene como pecado lo que siempre condenó, sino que lo acepte e incorpore como parte de una transformación de la sociedad, fruto del cambio de pensamiento y la mutación de los paradigmas de vida, que conducirán a un mayor desarrollo humano, a que el hombre y la mujer gocen más plenamente de sus vidas; y varios etcéteras.

Volviendo a los temas concretos ya enumerados, merece considerarse brevemente en qué medida nos involucran a los evangélicos, y si nuestras iglesias en su conjunto también deben fijar posición, y decidir en la disyuntiva entre cambio o apego a la enseñanza tradicional. Mencionamos la actitud hacia la homosexualidad en general, y el matrimonio gay en particular, y al respecto de esto cabe destacar que el consenso de opinión de las Iglesias Evangélicas apegadas a la Biblia coincide con el catolicismo romano en un rechazo uniforme de la homosexualidad, y por lo tanto del matrimonio de personas del mismo sexo; como obvio aspecto agregado, también se rechaza la adopción de niños por parejas del mismo sexo, con la consiguiente e inevitable trasmisión a los mismos de valores impregnados de una nueva moralidad – que los publicistas del lobby homosexual denominan “libertad”, “derechos” y otros eufemismos – los cuales repugnan a las conciencias cristianas, por lo antinatural de tal opción sexual desde el punto de vista de la enseñanza eclesiástica tradicional (basada en lo escrito en la Santa Biblia). Sin embargo tenemos que recordar que, amén de que algunas denominaciones protestantes históricas han aceptado e incorporado la homosexualidad como opción sexual legítima en otros países, en nuestro país también existe una iglesia que acepta la diversidad de la opción sexual; iglesia que no pertenece a la comunión católica romana, por lo cual es fácil que el observador no informado la meta en la bolsa común de las Iglesias Evangélicas. Por lo tanto, sin llegar a ser un mosaico, las Iglesias Evangélicas presentan una pequeña heterogeneidad de opinión y doctrina en este tema.

Y lo mismo sucede con el tema del aborto, pues al igual que el catolicismo romano, el cristianismo evangélico se ha alineado casi homogéneamente con los grupos pro-vida, rechazando la interrupción voluntaria del embarazo, pues se considera que la vida humana comienza en el momento de la concepción. Sin embargo, esa alineación no es homogénea, pues aquí mismo en nuestro país algunos referentes del protestantismo histórico se manifestaron, en su momento, a favor de la despenalización del aborto. Menos homogénea aún es la postura frente al uso de métodos anticonceptivos. En este caso, la extensión del cristianismo evangélico entre los sectores económicamente más carenciados ha permitido a algunos pastores y líderes comprender la necesidad de una adecuada planificación familiar, para frenar el crecimiento descontrolado de las familias, y la consiguiente multiplicación de niños que viven en condiciones de pobreza extrema e indigencia; justamente los argumentos esgrimidos por los grupos pro-aborto. Visto desde esta perspectiva, para los partidarios de la defensa de la vida desde la concepción, el uso de métodos anticonceptivos impresiona como una estrategia que – a diferencia del aborto – no es criminal, pues el aborto implica la destrucción de un nuevo ser humano ya concebido. Por supuesto, se ha apostado a métodos de planificación familiar que preconicen el uso de anticonceptivos no abortivos. El liderazgo pastoral evangélico, en general, ha estado a favor del uso de métodos anticonceptivos, o en el peor de los casos, ha ignorado displicentemente el tema. Yo, al menos, no conozco ningún ministro o líder evangélico que, desde una posición doctrinal, se haya opuesto al uso de anticonceptivos.

En estos temas debemos plantearnos la interrogante: ¿apego a la enseñanza tradicional, o cambio? Pero, ¿cambio pedido – o exigido – por quién? Y apego a una enseñanza tradicional, ¿basada en qué autoridad? ¿La autoridad de las Sagradas Escrituras, la de distintos líderes de diferentes iglesias, la de enseñanzas y costumbres sancionadas por un uso tan prolongado que es ya histórico, o una mezcla de todo esto? El cristianismo evangélico debería enfrentar el reto de un debate honesto sobre la necesidad – o no – de cambio, o incluso de una nueva reforma de la Iglesia, ante los desafíos de la cultura posmoderna del siglo XXI. Esto en cuanto a los temas concretos ya mencionados, pero también acerca de otros, derivados de la cultura propia desarrollada por los cristianos evangélicos; por ejemplo, espiritualidad equilibrada frente a los excesos y extravagancias de una renovación carismática descentrada, manejo transparente de las finanzas por parte de los ministros y dirigentes, canales y formas adecuadas de diálogo con el mundo secular, (tanto la sociedad en general, como medios de prensa, instituciones públicas y privadas, y aún el gobierno), y otros. Impresiona como necesario que nos preguntemos no sólo en cuáles aspectos es de recibo proponer un cambio de la Iglesia, o sobre qué base, o por parte de quienes; también deberíamos reflexionar sobre la pertinencia del cambio, y si podemos compartir los criterios de quienes claman por el mismo, desde fuera de filas cristianas. En otras palabras, cuál es el fundamento en el que nos paramos con firmeza – o no – para seguir manteniendo ciertos principios, y si ese fundamento es absoluto, o quedó obsoleto; si ese fundamento permite alguna forma de negociación, o no hay otro remedio que cortar los puentes de diálogo, por la imposibilidad de violar principios que se entiende surgen de la Palabra de Dios, a la que todos los cristianos debemos fe y obediencia, por propia y libre decisión.

Es que el asirse a los principios de la doctrina cristiana implica, en un hombre o una mujer creyentes, aferrarse a ideales históricos dos veces milenarios, que han soportado ataques de todo tipo, que se han mantenido ante convulsiones y cambios sociales, políticos y religiosos, y que también han soportado el derrumbe de culturas y civilizaciones, sobreviviendo y manteniéndose indemnes; por todo esto, ofrecen una noción de seguridad, amén de esperanza para un futuro que trasciende esta vida. Sin embargo, en el caso de hombres y mujeres de fe en general, el mantenerse firmes en los fundamentos históricos de la doctrina cristiana implica algo más que la certidumbre de lo conocido y aceptado, y por lo tanto una seguridad individual ante el futuro; implica también la lealtad a principios considerados sagrados, y por ende inamovibles.

Ahora, ¿es posible ir un paso más allá, ahondar más en los motivos por los cuales un hombre o mujer de iglesia se aferra a lo que la iglesia siempre creyó y predicó? No es posible para un no creyente; pues aunque tal no creyente aduzca benevolentemente procurar entender la razón de tal firmeza – tal como, por ejemplo, la lealtad a principios sagrados – si tal no creyente ve tales principios como algo desacralizado, algo anacrónico, e incluso como algo que obstaculiza el bienestar común, es poco probable que los entienda, y menos probable que, en última instancia, los respete. ¿Por qué? Porque también es posible que vea tal firmeza como obstinación irracional. El paso siguiente sí lo puede dar un creyente convencido, enteramente entregado en cuerpo y alma a su fe; ese paso implica comprender tal firmeza como fidelidad a Dios y a su Palabra, una fidelidad nacida de una decisión férrea de mantenerse en el Camino trazado originalmente por Cristo, cualquiera sea el costo y cualquiera sea el sacrificio exigido.

Ese es el siguiente paso que todos los creyentes tenemos la oportunidad privilegiada de dar.

(Este artículo es un refrito de la serie Iglesia y renovación, publicada en esta página web en 2013).

1 Comment

  1. Gabriel dice:

    “Así dice el SEÑOR: Deténganse en el camino y miren- Pregunte por las sendas antiguas, cuál esea el buen camino , y anden en él; y hallarán descanso para su alma”. Jeremias 6 16 RVA

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