Reflexiones mortuorias

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Por: Dr. Alvaro Pandiani*

Que parten de lo llamativa que me resultó una expresión del Antiguo Testamento, la que por supuesto leí montones de veces, pero que capturó mi atención recientemente, y que parece adecuado compartir en estas fechas. En Deuteronomio 26 Moisés instruye a los israelitas, a punto de entrar en la Tierra prometida, respecto de sus devociones una vez comenzada su vida en el que sería su país. Allí enseña una declaración ceremonial para ser expresada en el lugar de culto a Dios, y al llegar al versículo 14, hablando sobre el fruto de la tierra presentado como ofrenda al Señor, dice: “No he comido de ello en mi luto, ni he gastado de ello estando yo impuro, ni de ello he ofrecido a los muertos”. La primera impresión es que la referencia a ofrecer a los muertos el fruto de la tierra alude a algún tipo de culto pagano a los difuntos, que para los israelitas estaba prohibido, así como las ceremonias de tipo espiritista (Deuteronomio 18:11). Sin embargo, la alusión a ofrecer algo a los muertos puede tener su correlato actual en un occidente descristianizado y falto de fe; no como una ofrenda ritual hecha a los espíritus de los antepasados, sino en la evocación desconsolada del recuerdo de seres queridos que ya no están en este mundo, con los que ya no existe siquiera la esperanza de un reencuentro, debido justamente a que el mundo moderno nos ha arrebatado la fe. Por causa de esa memoria sin esperanza del ser amado que ha partido, reflotamos estas reflexiones cristianas sobre la cruda realidad de la muerte. Porque la visión cristiana de la muerte puede reavivar la esperanza, cuando el mensaje cristiano es recibido y creído de todo corazón.

En el marco teológico cristiano, la muerte es principio del castigo por el pecado humano (Romanos 6:23). Representa la terminación de la existencia en este mundo, y a partir de ese momento se abre un gran signo de interrogación. Algunos han cerrado esa interrogante asumiendo – a priori – que dicha terminación representa la completa aniquilación de la personalidad; un eufemismo muy utilizado para referirse al fallecimiento de una persona es “dejó de existir”. Otros pretenden llenar ese desconocido vacío de ultratumba con la noción de una vida ultraterrena y allí podrían encajan, en parte, las doctrinas cristianas del hombre, el pecado y la salvación, junto con el concepto de la inmortalidad inherente del alma humana, claramente expresado en la Biblia (Mateo 10:28; 2 Corintios 5:1 – 8; Apocalipsis 20:4); y también, la noción de la muerte como una separación, un abandonar el cuerpo biológico gastado y enfermo por parte del ser inmaterial del hombre, donde reside su personalidad (“el cuerpo sin espíritu está muerto”; Santiago 2:26). Unida a esta visión cristiana de la muerte está la idea de un destino inexorable para el alma liberada del cuerpo por el trance de morir; un destino que, cielo o infierno, dependerá de las elecciones morales que el individuo hizo durante su vida.

A través del tiempo, la descarnada dureza del concepto de la condenación eterna, en sufrimiento consciente por edades sin fin, fue suavizada por doctrinas como la inmortalidad condicional, y el universalismo. Y al respecto de esto, es interesante ver cómo una doctrina proveniente de religiones orientales ha permeado el imaginario popular; para muchas personas – sin afiliación filosófica ni religiosa concreta – la reencarnación ha sustituido no sólo la idea de una existencia incorpórea posterior a la muerte – que sigue viaje “hacia la luz” y cosas por el estilo – sino también, y sobre todo, la esperanza de una resurrección corporal personal, claramente asociada con el cristianismo. Quién cree en la reencarnación tiene como esperanza – más o menos firme – la sucesión de vidas diferentes a lo largo del tiempo, hilvanadas por un alma inmortal que va cambiando de cuerpo en cuerpo; los requerimientos morales son mínimos, pues la sucesión de vidas implicará un “aprendizaje” hacia una superación y perfección ultraterrena, aunque uno no recuerde nada de su vida anterior.

Más allá de toda esta mitología pagana, se destacan dos puntos que convergen a una conclusión común. El primero tiene que ver con la búsqueda de respuestas ante un hecho tan definitivo como la muerte; búsqueda que, por supuesto, se hace intensa en quienes sufren el dolor de una pérdida. Las respuestas buscadas, mejor si tienen el aval de la antigüedad y son creencias compartidas por numerosos seres humanos, que brindan fortaleza y esperanza para soportar el terrible trance. El segundo punto reside en la creencia en un espíritu o alma inmortal, asiento de la personalidad del difunto con sus pensamientos, ideas, recuerdos y emociones, y la fe de que éste migra de un cuerpo a otro, según la reencarnación, o entra en dimensiones espirituales diferentes a nuestra realidad, según las diferentes religiones, o a veces según creencias personales no estructuradas y superficiales. La respuesta a la angustiosa zozobra de la pérdida mediante la creencia en un mundo espiritual, donde los que han partido viven como almas libres y felices, implica considerar el hecho de morir como algo normal, como el fin natural y obvio de todo ser vivo, y el umbral que necesariamente se debe cruzar para “ascender” a otros reinos espirituales. Hay una gran laxitud moral en la creencia de que todos los muertos, independientemente de cómo hayan vivido sus vidas, se van a algún lugar a ser felices para siempre; y también debemos tener en cuenta que, según las Sagradas Escrituras, Dios no creó al hombre para ser un espectro o fantasma inmaterial, flotando en el cosmos por todas las edades, sino que Dios: “formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7).

El hombre es un ser bio-psico-social, nos dicen hoy como una gran novedad; y como cristianos asentimos a este postulado, pero introduciendo una pequeña modificación: el hombre es un ser bio-psico-espiritual y social (“todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo”; 1 Tesalonicenses 5:23). En este contexto la muerte es un factor anormal, que hace sospechar que algo anda mal en la naturaleza humana; según la Biblia, es una evidencia del juicio de Dios por el pecado inherente a la naturaleza del ser humano, que trunca el plan de Dios y arroja hacia regiones fantasmagóricas espíritus desvalidos, desnudos e incompletos. Si miramos sólo la creación natural no podemos negar que la muerte aparenta ser el final normal de la vida. Pero no podemos aceptarla con naturalidad, por mucho que nos esforcemos. A pesar de todo el progreso humano, teniendo a nuestras espaldas cinco o seis mil años de civilización, y perteneciendo la mayoría de la humanidad a alguna religión de las que ofrecen esperanza para esta vida y la venidera, la muerte sigue siendo un golpe desolador.

Volviendo a la visión bíblica, la muerte física resulta necesaria como punto de corte de la historia vital individual de una persona; como conclusión de un período de prueba y de ejercicio de la paciencia llena de gracia y de amor de Dios hacia el humano pecador. También hay que tener en cuenta que, así como hay personas de vida fructífera que aplican toda su inteligencia, tiempo y saber para el bienestar de sus semejantes, existe asimismo una contrapartida negativa en seres humanos cuya indecencia, locura y maldad los ha convertido en verdaderas plagas. La muerte empareja la situación, quitando del escenario a los actores de los mejores y los peores dramas de la humanidad, y lleva a cero las condiciones que debe enfrentar cada nueva generación. Según la Biblia, la primera preocupación del Creador, una vez que el pecado se infiltró en su creación, fue evitar que los humanos prolongaran su existencia en ese estado, caído en pecado y maldición (Génesis 3:22-24). Mirado así, la muerte impuesta por Dios es un acto de misericordia. Asusta imaginar qué sería el mundo si todos los tiranos, dictadores, asesinos y psicópatas que la raza humana ha producido estuvieran aún hoy con vida, empujándose unos a otros para obtener un lugar.

El carácter inexorable de la mortalidad del hombre se expresa en la Santa Biblia en diversas formas, y cada una agrega algún aspecto a ese principio general de lo inevitable: “Todos de cierto morimos y somos como agua derramada en tierra que no puede volver a recogerse” (2 Samuel 14:14a); “agua derramada en tierra que no puede volver a recogerse” es una figura adecuada para ilustrar el carácter definitivo y sin retorno del morir. “Yo se que me conduces a la muerte, y a la casa a donde va todo ser viviente” (Job 30:23); aquí destaca que el solo hecho de vivir implica desplazarse por la línea del tiempo hacia un destino único y universal, lo que también se nota en el Salmo 49:10: “se ve que aún los sabios mueren; que perecen del mismo modo que el insensato y el necio, y dejan a otros sus riquezas”. Eclesiastés 8:8 expresa otro punto importante: “No hay hombre que tenga potestad sobre el aliento de vida para poder conservarlo, ni potestad sobre el día de la muerte. Y no valen armas en tal guerra, ni la maldad librará al malvado”; “no valen armas en tal guerra” hoy en día puede aplicarse, entre otras cosas, a los esfuerzos terapéuticos implementados en un intento de detener o – por lo menos – retrasar el desenlace final.

Mil años es un buen período de tiempo para establecer comparaciones entre culturas bien  diferentes. A principios del segundo milenio, la cultura que antecedió a la civilización occidental fue la sociedad medieval de la Europa occidental. La muerte y el morir ocupan un lugar bien distinto en esas dos culturas. En la sociedad medieval la muerte era tema popular, reforzado por el auge permanente de la idea y los sentimientos religiosos, con su énfasis – característicamente anterior al Renacimiento – en la vida de ultratumba, y por una medicina casi por completo ineficiente, con muy escasa capacidad para combatir las enfermedades y las secuelas de los accidentes. El hombre y la mujer, el niño, y cuánto más el anciano, en la cultura medieval, convivían con la muerte. Casi con seguridad esa impresión se incrementaba notablemente en las épocas de epidemia, y en tiempos de guerra. Lo inestable y relativo de la vida era asumido por las gentes, quienes sacaban de su existencia toda la gratificación posible, sin olvidar que podían ser repentinamente llamados a rendir cuentas delante de Dios en cualquier momento. “La Danza de la Muerte fue tema muy popular en la literatura y las artes medievales. Con la muerte han de danzar reyes y plebeyos, ricos y pobres, el sabio y el ignorante” (Enciclopedia Ilustrada de Historia de la Iglesia. Vila – Santamaría. Ed. Clie). Hoy en día la cosa es muy diferente (obviamente). Muy pocos conviven con la muerte; se la relega a las salas velatorias y al cementerio. Muchos ni la nombran, para “no llamarla”; la mayoría  le teme, como se teme a lo desconocido y a aquello para lo cual uno no está preparado. No forma parte de los pensamientos en una cultura cuyos miembros están ocupados en y preocupados por obtener el placer ya, la alegría ya, las cosas buenas de la vida ya, la felicidad, ya. Como consecuencia, la muerte sorpresiva de quién no se esperaba que muriera, sea víctima de accidente, crimen o enfermedad fulminante y fatal, es un choque devastador para los seres queridos del difunto. Si a esto le agregamos la pérdida generalizada de la fe religiosa, único sistema de ideas y creencias que brinda esperanza ante lo irreparable, es posible comprender cómo y por qué el dolor agudo de una pérdida deja en numerosas personas consecuencias permanentes, debido a lo difícil que resulta elaborar adecuadamente el duelo por esa pérdida.

Falta de fe y de espiritualidad; falta de conciencia de lo inexorable de la muerte; falta de preparación adecuada para el final inescapable que representa la conclusión de una vida. Vivimos en una cultura que no sabe morir. En nuestra época de vida colorida, veloz, interesante y frenética, el temor a morir es conjurado por medio de la más deliberada negación; y esa negación se apoya en miles de superficialidades que llenan la mente, los pensamientos y las conversaciones, momento a momento, día a día, de modo que estamos tan ocupados por el trabajo, las compras, los bienes materiales, las deudas, las preocupaciones, el confort, las diversiones, lo que está de moda, los entretenimientos, las obligaciones, que uno pudiera llegar a creer que finalmente hemos encontrado la manera de vivir para siempre. Y por lo tanto lo más importante de la existencia humana es lograr cambiar el auto, pintar la casa, tener mejor salario, mejor figura y mejores ropas, etc. Otra consideración importante acerca de esta temática gira sobre los recursos de consuelo. Paliativos y dudosamente eficaces, son aquellas prácticas, creencias y frases que tienen sabor a resignación, casi vacías de una esperanza viva en un reencuentro; esperanza de reencuentro que sí está presente cuando la fe forma parte vital de la existencia. Este punto se puede ver, cuando miramos el Nuevo Testamento, en el contraste que establece el apóstol Pablo entre la situación emocional de aquellos que han perdido seres queridos, pero por su fe cristiana tienen palabras para alentarse unos a otros, en virtud de las perspectivas escatológicas ofrecidas por la Palabra de Dios, mientras por otro lado estaban “los otros”, aquellos que no poseían en aquel momento una fe viva y transformadora (1 Tesalonicenses 4:13 – 18). En la actualidad también hay personas que no poseen una fe viva y transformadora; o que han rechazado esa fe, que la han descuidado, que con indiferencia la han dejado de lado, o que ni siquiera les ha sido enseñada por una sociedad materialista que carece de respuestas adecuadas para enfrentar los conflictos más graves de la vida. Esto obliga a recurrir a sucedáneos más ricos en forma que en contenido; sustitutos visibles de una fe inexistente, que alimentan la resignación con su figura, color y solemnidad, y alientan la esperanza con la falsa certeza de un acceso fácil a una vida de ultratumba, a un reencuentro futuro, o a una mejor reencarnación. Panteones fastuosos, o sencillas tumbas coronadas de cruces, o del símbolo religioso de ocasión; ritos religiosos periódicos conmemorativos; expectación esperanzada basada en las historias de vida después de la vida, muy popularizadas periódicamente. Frases estereotipadas, convertidas casi en eslogan: “él está con nosotros”; “ella siempre estará a tu lado”; “él lo hubiera querido así”; “desde donde está, nos observa” (realmente cinematográficas). Por encima de todo, el formidable esfuerzo por superar el peor de los reveses con que el ser humano pueda enfrentarse, la muerte; hecho definitivo y absoluto en un mundo donde todo se ha relativizado, lo que lo hace más difícil de aceptar, soportar, sobrellevar y superar.

El universal temor a la muerte, antes mencionado, es un miedo ancestral; un escritor sagrado expresa lo siguiente respecto de ese temor, y de la obra redentora de Jesucristo: “por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14,15). Una nota de esperanza surge de la obra de Cristo a la que se refiere el autor sagrado. Porque frente a toda esa desesperanza hueca, vacía y desesperante del mundo apartado de Dios, se levanta inamovible la esperanza cristiana, aún en una época, en una sociedad y en una cultura agnóstica, atea, racionalista y materialista. Esperanza sólidamente cimentada en la eterna Palabra de Dios, con aseveraciones inmutables como las siguientes: “Tú, enemiga mía, no te alegres de mí, porque aunque caí, me levantaré; aunque more en tinieblas, el Señor será mi luz” (Miqueas 7:14); “Yo sé que mi Redentor vive, y que al fin se levantará sobre el polvo, y que después de deshecha ésta mi piel, en mi carne he de ver a Dios” (Job 19:25, 26); “De manos del sepulcro los redimiré, los libraré de la muerte. Muerte, yo seré tu muerte; seré tu destrucción, sepulcro. La compasión se ocultará de mi vista” (Oseas 13:14); “Cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: “Sorbida es la muerte en victoria”. ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:54, 55); “Oí una voz que me decía desde el cielo: Escribe: Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen” (Apocalipsis 14:13). Y muchas más que expresan en forma magnífica que Jesucristo “quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio”  (2 Timoteo 1:10), por lo cual quienes creen en Él con una fe viva y transformadora, al igual que los cristianos de Tesalónica a los que el apóstol Pablo escribió sobre la venida del Señor, no tienen por qué entristecerse como los otros, los que no tienen esperanza (1 Tesalonicenses 4:13).

Porque Jesucristo es la fuente de toda esperanza verdadera.

 

(Este artículo es un refrito de la serie La esperanza cristiana en la era poscristiana, publicada en esta página web en 2008)

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

2 Comments

  1. JAIRO ESCOBAR C dice:

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  2. Gabriel dice:

    Ojalà, como Pablo, podamos decir “he peleado la buena batalla …he guardado la fe”. bendiciones a Ud. y a la iglesia del Señor.

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