Para la carne y para los chorizos – Solía amarla 3

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Por: Dr. Álvaro Pandiani*

La anécdota es de hace muchos años, pero muy ilustrativa de la costumbre a comentar. Una asado findeañero con los compañeros de trabajo y la tarea –voluntaria– de cuidar por la noche un lugar en el que se realizaban actividades evangelísticas, junto a amigos y hermanos en la fe, dio lugar a que, cuando llegué del asado a la vigilancia, pasada la medianoche, y expliqué dónde había estado, uno de ellos me dijera: “así que estás para la carne”, a lo que le contesté: “sí, para la carne y para los chorizos”.

En las dos columnas anteriores citamos numerosos pasajes bíblicos en que aparece el término carne; en algunos con una connotación moral negativa –todos del Nuevo Testamento– y en otros sin connotación moral alguna, sólo referidos al cuerpo físico del ser humano, y también al cuerpo de los animales. Por supuesto, en esas columnas previas no fueron citados todos los pasajes bíblicos donde aparece la palabra carne. Lo curioso es que, sin que esto haya sido dirigido en forma artera, la cantidad de pasajes citados en los cuales carne aparece como referencia al cuerpo físico, sin más implicancias (fueron 16), superan a aquellos en que carne tiene la connotación de naturaleza humana moralmente débil y pecaminosa (éstos fueron 10). Este solo hecho es interesante por dos razones, si lo contrastamos con el uso que, habitualmente, damos los evangélicos a los términos carne y carnal. Primero, porque ese uso es, casi invariablemente, aquel con una connotación moral negativa; el cristiano carnal, o que está en la carne, es el que no está en –o no actúa de acuerdo con la guía del– Espíritu de Dios. En otras palabras, muestra en su conducta las obras de la carne, y en él no se reconoce el fruto del Espíritu; esa conducta, ese modo de actuar, es propio de incrédulos, de inconversos –de los de afuera– y en la interna nuestra, entre cristianos evangélicos, es algo mal visto. Por eso, el uso de los términos carne, o carnal, aplicados a un cristiano evangélico, siempre tiene un tono ligeramente acusatorio; es como decir: usted no anda como el Señor quiere, hermano. En segundo lugar, la acepción de carne con connotación moral negativa surge exclusivamente del Nuevo Testamento, y por eso este sentido es aplicable a los creyentes cristianos, ya que se supone que los cristianos hemos sido beneficiados por una revelación espiritual superior a la del Antiguo Testamento; sin embargo, esta revelación espiritual superior incluye la gracia de Dios manifestada en Jesucristo. El Nuevo Testamento revela a Jesús, revela al Espíritu, y revela en su forma más completa la gracia de Dios: la bondad, la misericordia y el amor no merecidos por el ser humano, a causa de sus pecados, que Dios otorga igualmente, a quien pone su fe en Jesús. Esas son las cosas que debemos tener en mente cuando nos aplicamos a usar los términos carne y carnal, en su significado minoritario surgido del Nuevo Testamento; por ser, justamente, el Nuevo Testamento –o Nuevo Pacto– el pacto de gracia de Dios con los hombres, a través de Jesucristo. Es decir, que usamos un significado de carne surgido del pacto de gracia, para darnos garrote unos a otros, como si estuviéramos bajo la ley; bajo una ley religiosa que es fundamental cumplir, para ser considerado un verdadero cristiano espiritual. Eso tiene un nombre; ese nombre es legalismo.

La tendencia a pervertir la gracia de Dios, conduciendo al creyente cristiano de regreso a una religión donde lo fundamental es el cumplimiento de leyes sagradas, estuvo presente desde el mismo inicio de la iglesia. En el capítulo 15 de Hechos se informa que la iglesia de Antioquía de Siria recibió la visita de algunos cristianos de Judea, los cuales comenzaron a enseñar a los cristianos no judíos lo siguiente: “Si no se circuncidan conforme al rito de Moisés, no pueden ser salvos” (v. 1). Esta nueva enseñanza desató una fuerte polémica, y el problema dio lugar a un concilio, o reunión de todos los líderes de aquella primitiva iglesia. En el mismo capítulo nos enteramos que quienes andaban enseñando tales cosas a los cristianos no judíos eran “algunos de la secta de los fariseos, que habían creído” (v. 5). Este es un detalle que, aunque parezca mentira, forma parte de la primitiva historia de la iglesia: algunos fariseos habían creído en Jesucristo; por lo tanto, eran fariseos cristianos. Sin embargo, su insistencia en lo ya dicho, al plantear en el concilio: “Es necesario circuncidarlos, y mandarles que guarden la ley de Moisés” (v. 5), hace pensar si realmente habían entendido el evangelio en el que habían creído. Porque estos fariseos cristianos, por su obcecación en someterse a los preceptos de la antigua ley religiosa, evocan aquel fariseo retratado por Jesús en su parábola del fariseo y el publicano; el cual, creyendo que oraba a Dios, en realidad se hablaba a sí mismo, diciendo: “No soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros… ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano” (Lucas 18:11, 12). En otras palabras, un individuo pagado de sí mismo, contento consigo mismo porque no era malo como los demás, sino que era un cumplidor de las ceremonias religiosas y de las leyes de Dios.

¿Qué es legalismo? De un par de definiciones podemos sacar algunos conceptos. Por un lado, se nos dice que es una posición doctrinal que enfatiza “un sistema de reglas y reglamentos, para alcanzar tanto la salvación como el crecimiento espiritual”(1); otra lo define como “la aplicación de leyes y de reglamentos humanos como base de la justificación o santificación”(2). Entonces, podemos decir que el legalista enfatiza la aplicación de leyes, reglas y reglamentos, mediante cuyo cumplimiento piensa que ganará la salvación, o será más espiritual, o llegará a ser más santo. La santificación, o perfección cristiana, es un estado apetecido por los cristianos evangélicos, una meta para todos aquellos con profunda convicción en las verdades del evangelio de Cristo, que han decidido y procuran tomarse su profesión de fe en Jesucristo, al menos medianamente en serio. Hay por lo menos dos momentos de idealismo espiritual, de fervor por alcanzar la perfección cristiana; cuando se llega a ser creyente durante la juventud, y cuando se es recién convertido. No estoy queriendo decir que una persona madura, con muchos años en el camino del Señor no aspire a la perfección cristiana; justamente, esa meta debe ser la de todos los creyentes, si atendemos a las palabras del apóstol Pedro: “Como aquel que los llamó es santo, sean también ustedes santos en toda su manera de vivir; porque escrito está: sean santos, porque yo soy santo” (1:15, 16). Pero en determinados momentos de la vida, en algunas circunstancias, esta noble aspiración puede degenerar en una carrera, por no decir una competencia con los demás. Yo sí soy espiritual; yo soy más espiritual; yo de verdad soy espiritual. Ahora, ¿cómo puedo ser más y mejor espiritual? Desafortunadamente, el recurso parece ser el legalismo; el poder decir: ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano; es decir, me sujeto a reglas y leyes, en procura de mostrar y demostrar que yo sí soy un verdadero creyente espiritual y consagrado.

Y al hacer esto, en realidad estoy demostrando que todavía no entendí nada.

El combate al legalismo tiene que acompañarse de una recta comprensión acerca del lugar de la ley de Dios en nuestras vidas como cristianos. Si tomamos como ejemplo los Diez Mandamientos, tenemos que preguntarnos: ¿desobedecer alguno de los Diez Mandamientos es pecado? Por supuesto que sí. Entonces, si obedezco puntillosamente los Diez Mandamientos, ¿soy salvo? Por supuesto que no. ¿Cómo soy salvo? Por fe en la gracia de Dios, manifestada en la obra de redención consumada por Jesucristo en la cruz. Entonces, si soy salvo por la gracia de Cristo, ¿ya no tengo que obedecer los Diez Mandamientos? Por supuesto que sí que tengo que obedecerlos. En el análisis del legalismo algunos autores se han preocupado en aclarar que el equivocado énfasis, puesto en el cumplimiento de reglas y leyes sagradas para alcanzar la salvación, se refiere sólo a los llamados mandamientos de hombres. Es decir, a todos los reglamentos eclesiásticos que circulan en el ambiente de congregaciones cristianas, a los cuales los creyentes evangélicos son enseñados a sujetarse para demostrar lo auténtico de su profesión de fe –o lo superior de su espiritualidad– pero que no son mandamientos de Dios surgidos de su Palabra. No tomar café, o no tomar el té, o no ir al cine, o no mirar televisión, o no bailar, o no usar pantalones las mujeres, o no usar el pelo suelto las mujeres, o no cortarse el pelo las mujeres, o no dejarse la barba y el bigote los hombres, y un sinnúmero de reglas absurdas que todos los días oímos circular por medios de comunicación evangélicos y a través de las redes sociales. Para muestra un botón: circuló por WhatsApp hace un tiempo un video que anunciaba, con mucho lenguaje eclesiástico evangélico, que la más popular y más conocida bebida cola del mundo provenía de una fórmula creada en las mismísimas profundidades del infierno, y por lo tanto los cristianos no debían tomar esa bebida. Por supuesto, este extremo es tan ridículo que suena a broma, o a estrategia de la competencia de la bebida cola en cuestión; pero no faltan creyentes sencillos que se lo toman en serio. Ya Pablo mencionaba que en los últimos tiempos vendrían mentirosos que “prohibirán casarse, y mandarán abstenerse de alimentos que Dios creó para que con acción de gracias participasen de ellos los creyentes y los que han conocido la verdad” (1 Timoteo 4:3). La sujeción a tales mandamientos y reglamentos debe romperse a favor de la libertad cristiana. Somos libres cuando conocemos la verdad, dijo Jesús. Él es la verdad, y la verdad está en su Palabra, la cual es bueno conocer, para nutrir nuestra alma cada día. Pero la libertad cristiana debe ser correctamente entendida, así como es necesaria la recta comprensión del lugar de la ley de Dios en nuestra vida como cristianos. ¿Acaso la libertad cristiana choca con los mandamientos de la Biblia?

Cuando los judaizantes llegaron a las iglesias de Galacia (una provincia romana del Asia menor), contaminaron la doctrina cristiana con la enseñanza de los fariseos cristianos, aquellos que en el concilio de Jerusalén exigían a los cristianos no judíos pasar por el rito de la circuncisión y obedecer la ley de Moisés (eso eran los judaizantes). A estos cristianos gálatas, en esa situación, Pablo dirigió su epístola, en uno de cuyos pasajes escribió: “Estén… firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estén otra vez sujetos al yugo de esclavitud” (5:1); en traducción DHH suena así: “Cristo nos dio libertad para que seamos libres. Por lo tanto, manténganse ustedes firmes en esa libertad y no se sometan otra vez al yugo de la esclavitud”. El yugo de la esclavitud, que aparece prácticamente igual en ambas traducciones, se refiere claramente a los mandamientos, reglas y estipulaciones asfixiantes de la religión. Pablo es categórico en esto: Cristo no vino para esclavizarnos con una religión, sino para hacernos libres de leyes y prohibiciones religiosas. Ahora, ¿qué pasa con los mandamientos de Dios? ¿Cristo nos liberó de cumplirlos? Sí, y no. Sí, en cuanto a que la salvación personal de cada creyente no depende de cumplir puntillosamente los mandamientos de Dios, sino de la fe en la obra redentora de Cristo por nosotros. No, en cuanto a que, al ser nuevas criaturas en Cristo, cumplimos sus mandamientos. El apóstol escribe en el mismo capítulo 5 de Gálatas: “Ustedes, hermanos, a libertad fueron llamados; solamente que no usen la libertad como ocasión para la carne, sino sírvanse por amor los unos a los otros. Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (v. 13, 14). La libertad en Cristo no es para darle rienda suelta a las bajas pasiones de la naturaleza humana pecaminosa, sino para una vida de servicio por amor. La respuesta al legalismo, es el amor.

Por ejemplo, el primer mandamiento, tal como fue entregado a Moisés: “No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3; “No tengas otros dioses aparte de mí”, DHH). El mandato de adorar un único Dios, base del monoteísmo judeocristiano, se vuelve una relación personal de padre a hijo; Dios actúa con amor de padre, y espera de nosotros el amor de un hijo. Si respondemos con amor a una invitación hecha con amor, el mandamiento se cumple por amor; y así se cumple lo escrito en la Palabra de Dios: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19). Si a continuación tomamos el sexto mandamiento: “No matarás” (Éxodo 20:13), el mandato de respetar siempre la vida del prójimo, tiene su correlato en el Nuevo Testamento en palabras de Jesús: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:31); el que ama a su prójimo respeta la vida del prójimo, y mucho más que su vida.

La liberación del legalismo, de atarse a preceptos y mandamientos de hombres, o de obedecer mandamientos divinos por un sentimiento o noción de obligación –moral o religiosa– tiene su respuesta en el amor. Según un pasaje comentado antes, Colosenses 2:22, estos reglamentos inventados con el objetivo de alcanzar una mayor espiritualidad, son cosas que “se destruyen con el uso”; es decir, que no perduran. Pero, por el contrario, “el amor nunca deja de ser” (1 Corintios 13:8). Según 1 Pedro 2:16, los cristianos debemos ser –y actuar– de una manera muy interesante: “Como libres, pero no como los que tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino como siervos de Dios”. Aquí hay una contradicción enigmática. ¿Quién, siendo libre, se haría siervo? Sólo quien ama, y responde libremente por amor a una invitación hecha con amor.

Amén.

 

1) https://www.gotquestions.org/Espanol/legalismo-cristiano.html
2) https://thirdmill.org/files/spanish/88935~10_29_01_1-31-01_PM~Legalismo.html

 

Apriete aquí para escuchar o leer “Solía amarla, pero la tuve que matar – 1”
Apriete aquí para escuchar o leer “Solía amarla, pero la tuve que matar – 2”

 

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

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