¡Me cambió la vida, loco!

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Por: Dr. Álvaro Pandiani*

El habla cotidiana se nutre de multitud de expresiones que se popularizan, generalmente a punto de partida de los medios masivos de comunicación, pero también de su uso en determinados gremios, profesiones, oficios, o grupos humanos vinculados por intereses, objetivos, tareas o creencias en común. A veces, algunas de esas expresiones saltan los límites naturales del grupo en el cual aparecen, y comienzan a ser repetidas por otras personas, en otros ámbitos, en charlas informales de temática diversa. Todos crecimos escuchando muchas de estas expresiones, y también asistimos al nacimiento y popularización de otras. “Yo no creo, pero que las hay, las hay”, “a grito pelado”, “al contado rabioso”, “cantó flor”, “en el anca de un piojo”, “sacar canas verdes”, “andá a cantarle a Gardel”, “es lo que hay, valor”, “cayó piedra sin llover”, “a llorar al cuartito”, “tiene razón, pero marche preso”, y entre muchísimos otras más, dos clásicos uruguayos, dichos con una sonrisa maliciosa: “esperá sentado”, y “¿para cuándo dijo que lo quería?”. Las causas de la popularidad contagiosa de estas expresiones, la razón de que personas de distinto género, extracción social y nivel de educación formal recurran a ellas, son diversas; probablemente, entre dichas causas se encuentre el que estas expresiones funcionan como una síntesis: se dice en pocas palabras más de lo que se expresa, con la ventaja de que son sobradamente conocidas por los interlocutores, y en general no necesitan más explicaciones. Sirven para cerrar conversaciones, y a veces desacuerdos, dado que todos las reconocen como provenientes de la sabiduría popular, y por lo tanto no se discuten. Estas expresiones, a fuerza de repetirse, van adquiriendo una cierta cadencia, un ritmo característico, que invita a adoptarlas y repetirlas; y por supuesto, el contenido irónico, o francamente humorístico, de algunas de ellas, contribuye a su uso cada vez más extendido.

Los ejemplos son muchos, pero sirva esta muy breve introducción para reflexionar acerca de otra expresión que en los últimos años se oye cada vez más en el habla de la gente, en distintos contextos y atribuido a diferentes causas, y que es la del título. Nos referimos a cuando alguien habla de “algo” – algún objeto, algún hábito, alguna persona – que pasó a formar parte de su realidad cotidiana, o dejó de pertenecer a dicha realidad personal, y ese alguien, hablando de ese cambio, afirma que el mismo le “cambió la vida”. Puede ser un nuevo trabajo, una nueva relación de pareja, un cambio de domicilio, dejar de fumar o de consumir bebidas alcohólicas, una nueva dieta; hoy en día, cualquier cosa parece tener la virtud de “cambiarle la vida” a las personas. También podría ser un divorcio, una pérdida laboral, o el diagnóstico de una enfermedad seria; pero, característicamente, el “cambio de vida” es siempre positivo. Así como la repetición de las expresiones populares les da una cadencia y una fuerza expresiva que invita a utilizarlas en el habla cotidiana, también las va vaciando de contenido, y las desconecta de su sentido original. Ahora, ¿por qué se oye cada vez más esta expresión, atribuyendo a cualquier cosa o persona, la virtud de cambiar la vida de alguien, y cuál es el significado último de la expresión?

No huelga reiterar que la expresión prácticamente siempre es utilizada en sentido positivo. El cambio que se atribuye a un factor externo agregado a la cotidianidad de una persona, es para mejorar. A veces, cosas tan superficiales y frívolas como una moda en el vestir, el uso de determinado tipo o marca de ropa, o un cambio en el peinado; o también anotarse en un gimnasio, o comenzar a ingerir determinada clase de alimentos, generalmente los alimentos que nuestra posmodernidad políticamente correcta considera “saludables”. Ni que hablar de comprarse artículos tecnológicos de última moda, smartphones, tablets, laptops, y cosas por el estilo. O lograr comprarse un auto, para escapar del transporte colectivo, y ni hablar si es un cero quilómetro; o también cambiar el viejo ventilador de pie de la abuela por un moderno equipo de aire acondicionado. Las personas con las que se sale, o la música que se escucha, o los lugares que se visita – sobre todo si es un viaje de larga distancia, hacia algún lugar muy renombrado o icónico – están también entre las cosas que tienen el poder de cambiar vidas, según lo que se le oye decir a la gente. Los afectos – familia, amistades, pareja – pese a constituir una dimensión de mayor profundidad en la existencia de cualquier persona, no parecen integrar con tanta fuerza el universo de factores externos con la capacidad de cambiar la vida de un ser humano. El descubrimiento de un nuevo amor, o la reconciliación con uno antiguo, el hallazgo de una amistad verdadera y leal, o la construcción de lazos familiares sólidos que continentan en los peores momentos, no salen tan frecuentemente en el habla coloquial como algo que las personas reconozcan como dotado de la facultad de cambiar la vida.

Una primera cosa a anotar es que la popularización del uso de la expresión “me cambió la vida”, puede no querer decir más nada que la integración, por parte de la gente en general, de una expresión que suena bien, que suena interesante, que suena de moda, y que permite manifestar a cualquier interlocutor, en pocas palabras, algo positivo que a uno le ha sucedido. Pero, por otra parte, una expresión repetida una y mil veces, que siempre tiene un significado de algo positivo que ha sucedido en la vida de un individuo, puede perfectamente evidenciar la necesidad de las personas – una necesidad claramente sentida, o sólo parcialmente percibida – de un verdadero cambio en la vida que lleva el individuo. Como si una persona dijera, muy en lo profundo de su corazón: “mi vida necesita un cambio; el peinado nuevo me cambió la vida, no, no me la cambió; el auto nuevo me cambió la vida, no, tampoco me la cambió; el trabajo nuevo me cambió la vida, no, tampoco me cambió nada; necesito un cambio en mi vida que me haga feliz”. Porque la gente necesita un cambio para mejorar, para ser feliz; y eso es legítimo, todos queremos ser felices. El problema, el error, el otra vez errar el blanco, es que buscamos el cambio, el cambio que traiga la felicidad, en las cosas superficiales y externas. Y eso es una característica, no ya de las naciones occidentales, sino de la civilización de la era de la globalización. Las cosas materiales y las superficialidades son las que más se buscan, para que nos cambien la vida.

Entonces, no nos debe extrañar que, por otro lado y quizás como reacción a esto, la posmodernidad haya repudiado el racionalismo, y esté abierta a una renovada búsqueda de la espiritualidad, como una clave alternativa para que la vida del ser humano deje de transcurrir en un zoológico tecnológico, en el que no somos más que animales, que nos mordemos y nos arañamos por lograr el mejor pedazo de comida. Ahora, la pregunta es, ¿cualquier forma de espiritualidad nos podrá rescatar de la jaula de monos en que nos metió el repudio de la fe de nuestros mayores?

Como cristianos buscamos en la fe, justamente en nuestra fe cristiana, en la fe en Jesucristo, la verdadera espiritualidad; y encontramos y compartimos que la fe en Jesucristo es en verdad la que tiene la virtud y el poder de cambiar la vida de cualquier persona que deposite su fe en Él, y abra su corazón para recibirle como Señor y Salvador. A lo largo de la historia, aquellas personas que han hecho su decisión por Jesucristo son quienes pueden hablar de cómo Jesús ha cambiado sus vidas, y las ha cambiado para mejor, para bien, para bendición, para perdón de pecados, para salvación y vida eterna.

Clásicamente, cuando buscamos en el Nuevo Testamento el ejemplo de alguien cuya vida fue transformada en forma radical y revolucionaria – algo que los cristianos evangélicos predicamos que Jesús puede hacer hoy en día también con quienes creen en Él – el ejemplo que siempre ponemos es el de Saulo de Tarso. Saulo fue el gran perseguidor de los primeros cristianos de Jerusalén, que estuvo presente en la muerte del primer mártir cristiano, el diácono Esteban, y como fariseo dio el sello de su autoridad religiosa al crimen; pero después de su encuentro con Cristo, se volvió ferviente predicador de la nueva fe – y es quien conocemos como el apóstol Pablo – y enfrentó todos los obstáculos imaginables, siempre fiel a aquel Jesús con quien se encontró en el camino a Damasco. El mismo Pablo lo expresa de múltiples maneras en sus epístolas, y un buen ejemplo es la siguiente: Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio, habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad (1 Timoteo 1:13).

Más allá de Pablo, quien pasó de fanático opositor a celoso defensor y apóstol de la fe cristiana, el Nuevo Testamento nos ofrece el ejemplo de personas que tenían una vida miserable y desgraciada, a quienes el encuentro con Jesucristo, literalmente, cambió la vida: los enfermos, y entre ellos, muy particularmente, los leprosos. Un episodio del evangelio, bien representativo de esto, está en Mateo 8:1 – 3, donde se lee: Cuando descendió Jesús del monte, lo seguía mucha gente. En esto se le acercó un leproso y se postró ante él, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: Quiero, sé limpio. Y al instante su lepra desapareció. Este es uno de los tantos pasajes de los relatos evangélicos en que vemos a Jesús de Nazaret sanando enfermos de lepra. Textos bíblicos que nos hablan del amor y la compasión de Cristo, al mostrarlo sanando a las víctimas de una enfermedad incurable – como lo era la lepra en ese tiempo – desplegando poder sobrenatural, en virtud de su misericordia hacia los infortunados. Pero para entender en toda su dimensión lo que significaban estas curaciones milagrosas para los leprosos, hay que entender qué significaba ser leproso en la sociedad israelita de los tiempos bíblicos, y en general en todo el mundo antiguo. Para eso, nos vamos a proyectar al Antiguo Testamento, para leer los mandamientos de la Ley de Moisés al respecto, en Levítico 13:45, 46, donde dice: el leproso en quien hubiere llaga llevará vestidos rasgados y su cabeza descubierta, y embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡Inmundo! Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada. La característica contagiosidad de la lepra, la inexistencia de una cura en la antigüedad, y la progresiva desfiguración que la enfermedad provocaba en los infelices que se veían afectados, derivaba en que los leprosos fueran echados de los lugares poblados, lejos de la gente. Más allá de interpretaciones religiosas acerca del significado espiritual de la lepra, como símbolo de la enfermedad del pecado que desfigura el alma, la enfermedad en sí era un horror, y la vida del leproso era una desgracia en la que nadie quería caer. Según el mandato de la Ley de Moisés, el leproso debía andar con los vestidos rasgados, como la persona que exterioriza una gran pena, según los usos de aquellos tiempos; otra manera de verlo es que andaba en harapos. También debía mostrarse en público con la cabeza descubierta – sin turbante – y “embozado”, o sea, con la cara cubierta, como un bandido, o como alguien que tiene algo de qué avergonzarse. El tener que pregonar – es decir, anunciar – “inmundo”, o sea impuro, refiriéndose a sí mismo, implicaba la humillación pública de autoproclamarse ceremonialmente impuro; es decir, proclamar a los gritos – ante todos – que le cabía ser tipificado como alguien que incumplía las estrictas leyes del Santuario de Dios, algo que equivalía a ser considerado un pecador. Y en la nación teocrática del Israel de los tiempos bíblicos, pecador y delincuente eran prácticamente sinónimos.

Pero, además, el aspecto característico y el pregón obligado que el leproso debía dar en voz alta, servían de advertencia a las personas sobre su proximidad, para que los sanos pudieran alejarse lo más rápido posible del desgraciado afectado por la enfermedad. Así que el leproso era echado lejos, obligado a distanciarse de su familia y amigos, a vivir solo, y únicamente podía compartir su suerte con otros leprosos; ese era el único contacto social que tenía permitido. Podemos imaginar qué repercusiones tenía esto en lo psicológico para los enfermos de lepra; y, además, la precariedad material en que debían vivir, obligados a mendigar desde lejos, por estar sumidos en la pobreza extrema.

Hoy en día, desde el siglo 21, podemos hacer muchas críticas a este sistema, que ahora impresiona tan desprovisto de compasión humana, y que lamentablemente se extendió por muchos siglos más; hasta que la lepra fue entendida y tratada con éxito por la medicina moderna. Sin embargo, en una época de ignorancia y medicina ineficiente, estas disposiciones surgidas de la Ley de Moisés, aunque duras y rigurosas, tenían el obvio efecto de aislar a los enfermos y proteger del contagio a los pobladores de las distintas comunidades. Desafortunadamente, este intento primitivo de contener la infección, y la interpretación teológica acerca de que la lepra, en la Ley de Moisés, representaría el efecto del pecado en el alma humana, derivó en que los leprosos, durante muchos siglos, fueran segregados, no por razones epidemiológicas – cuyos conceptos se desconocían – sino por motivos religiosos. La situación de desgracia e infelicidad que representaba el contagio de lepra incluía no sólo las molestias físicas, el dolor, las limitaciones, la desfiguración progresiva, y la nula perspectiva de mejoría; también conllevaba la humillación, el repudio y el miedo de todos – incluyendo los seres amados y amigos – la marginación y la soledad.

Volviendo al Israel del siglo I, la aparición de un hacedor de maravillas, capaz de hacer desaparecer la lepra por completo, debe haber despertado una esperanza ya perdida mucho tiempo atrás, para muchos de estos desdichados. El simple toque de este sanador milagroso debe haber traído de regreso la ilusión y el anhelo de una vida normal, y explica la ansiedad y desesperación de los enfermos que tenían la oportunidad de estar cerca de Jesús de Nazaret, evidenciada en un texto del evangelio de Marcos: como había sanado a muchos, todos los que tenían plagas se echaban sobre él para tocarlo (3:10; en RVR 60 dice: por tocarle, cuantos tenían plagas caían sobre él). Volviendo al pasaje de Mateo 8, aquel desgraciado fue tocado por Jesús, seguramente ante el horror de todos al ver al Maestro apoyar la mano en la piel de un individuo con lepra. Pero para el leproso, la completa sanidad representó el fin, no sólo de la enfermedad, sino también de la humillación, el rechazo de la gente, la marginación, la soledad, y también de la obligación de mendigar, y de vivir en la indigencia. Realmente, a este individuo, el toque de la mano de Jesús le cambió la vida.

Si la lepra es terrible, el pecado lo es más, pues condena a una vida sin Dios, sin fe y sin esperanza; una vida de soledad interior, de oscuridad del alma, de incertidumbre acerca del día de mañana, de incertidumbre sobre el futuro y la eternidad. Como la lepra en la piel del enfermo, el pecado en el alma del ser humano se extiende y reproduce, creciendo y hundiendo al individuo en el infierno de vicios y adicciones, de odios y malas sospechas, de ambición y materialismo, de violencia y miedo, de falta de amor verdadero, de placeres mundanos que dejan cada vez más vacío e insatisfecho; hasta que llegan los años de la vejez, de las pérdidas, de la enfermedad y el dolor, y las esperanzas de felicidad se diluyen definitivamente, cuando se aproxima la muerte.
Todo eso puede cambiar. Aquel leproso dobló su rodilla ante Jesús, y suplicó, y recibió un toque de la mano del Señor. Hizo eso porque creyó.

Te invitamos hoy a creer en Jesucristo, para que Él toque tu corazón y todo tu ser. Y entonces vas a poder decir: “Verdaderamente, mi vida cambió para bien, porque Jesús cambió mi vida”.

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

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