Marginalidad y pobreza

Linaje de campeones – 8
25 octubre 2016
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pobreza

Por: Dr. Álvaro Pandiani*

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Es una realidad que tenemos alrededor, al alcance de la vista, y nos golpea cada día. Por ser parte del panorama ciudadano, rutina cotidiana en las calles, tiende a golpearnos cada vez menos; tendemos quizás a considerarlo algo normal. Niños, muchas veces muy pequeños, mendigando una moneda en el ómnibus o la acera, a cambio de una pequeña tarjeta, postal o estampa, o a cambio de nada. Muchos de ellos haciendo uso de la ya consabida historia de la familia en la que “somos siete hermanos”, que uno no se atreve a descartar como mentira. Mujeres jóvenes y vigorosas, madres que con uno o dos bebés y otros varios niños pequeños, supuestamente todos hijos suyos, se sientan en algún lugar público a tender la mano en espera de una limosna. Hombres, mujeres, jóvenes, y aún niños recorriendo las calles silenciosas, durante las frías y peligrosas madrugadas de Montevideo, con un carrito que si la situación es buena será tirado por un caballo; sino, lo será por sus propias fuerzas.

Su propósito: hurgar los recipientes de basura, buscando entre lo que otros han desechado, algo que se pueda vender; o comer. Hombres y también mujeres, totalmente alienados de la sociedad, haciendo una fogata junto al cordón de la vereda, durmiendo bajo un árbol en un terreno baldío, viviendo bajo bolsas y cartones; marginados. Es habitual que relacionemos esta realidad con otra realidad presente en la humanidad casi desde el fondo de la historia: la pobreza. No es nuestra intención espiritualizar el problema, hablar de la pobreza del alma, etc. Queremos ahora hablar de la pobreza material, aquella en la que todos piensan cuando decimos pobreza. Hablamos del hambre, el frío, la falta de techo, las necesidades básicas insatisfechas; los anhelos frustrados por la carencia de un elemento básico, central, clave: el dinero.

Una afirmación descorazonadora acerca de esta realidad surge de los labios de Jesús de Nazaret; El dijo: “a los pobres siempre los tendrán con ustedes” (Juan 12:8). Jesús declara categóricamente que la pobreza no será erradicada. La observación de la historia humana desde los días de Cristo hasta los nuestros no hace más que confirmar el cumplimiento de estas palabras. Si retrocedemos aún otros novecientos años, nos encontramos a Salomón diciendo: “Si opresión de pobres y perversión de derecho y de justicia vieres en la provincia, no te maravilles de ello” (Eclesiastés 5:8). Tal como decíamos al principio, es una realidad que tomamos como normal. En palabras del sabio Salomón, no debemos maravillarnos; es algo natural, no debe chocarnos. Y sin embargo, es terrible.

La aseveración de Jesús parece basarse en una característica humana que genera y mantiene la pobreza. Dicho en otras palabras, hay algo en el individuo en particular, y en las sociedades humanas, que garantiza el que, mientras el mundo siga su curso como hasta ahora, el problema de la pobreza no hallará solución. Hemos visto que Salomón habla de “opresión de pobres” y “perversión de la justicia”; también habla en otra parte de las “lágrimas de los oprimidos” y “la fuerza en las manos de sus opresores” (Eclesiastés 4:1). El profeta Amós denuncia a los que “venden al pobre por un par de zapatos” y “pisotean la cabeza de los desvalidos” (2:6,7). El apóstol Santiago habla de los ricos como explotadores de los obreros, y hace una severa advertencia contra ellos (Cáp. 5).

Parece pues inherente a la conformación de las sociedades humanas una estratificación eminentemente verticalista, que establece una grosera diferencia entre una clase alta que detenta poder, prestigio y bienes materiales, y una clase pobre, obrera, sometida a la humillación de los de arriba, sujeta al sufrimiento que se desprende de su propia condición, y condenada a padecer necesidades en todos los aspectos esenciales de la vida. Este esquema simplista se complica por la existencia de una clase media que subsiste en un precario equilibrio entre el ansia de trepar y el miedo a caer.

Llegado a este punto y hechas estas consideraciones es que nos preguntamos: marginalidad y pobreza ¿son lo mismo? ¿Están relacionados? ¿Es real la conexión entre ambas? No cabe duda que ser un marginado implica estar en la pobreza, pero ¿ser pobre es ser un marginado? Evidentemente, no; porque una familia, por ejemplo, puede sufrir pobreza, pero los adultos trabajando, los niños asistiendo a la escuela, manejando bien los recursos de ayuda social provenientes de organizaciones estatales o privadas, puede cada uno de los miembros cumplir su rol dentro de la familia, y la familia como un todo cumplir su rol en la sociedad.

Es innegable que la crisis económica que golpeó al Uruguay al principio de esta década afectó la situación de los uruguayos de todas las capas sociales, pero sobre todo el castigo fue más severo para los menos afortunados. Sin duda hay factores sociales que inciden en la pobreza; si bien mitigada (¿superada?) la crisis, aún se perciben sus secuelas: fuentes de trabajo mal remuneradas, emigración en muchos casos obligada, o decidida por la ausencia de perspectivas de futuro, engrosamiento de los cinturones periféricos de miseria, con la consiguiente marginación, y los sentimientos de exclusión que tal situación inevitablemente genera. También es lícito conjeturar que tiene significativa importancia la pérdida generalizada de valores éticos y morales que ha sufrido la sociedad. En este aspecto se destaca la importancia de la educación; no meramente la instrucción formal, sino una educación más amplia e inclusiva; a este aserto, manejado reiteradamente por el gobierno como la solución a la situación de inseguridad y auge de la delincuencia actualmente imperante, muchos grupos políticos, con base religiosa o no, han contestado con el slogan (ya usado por algunas instituciones educativas) “educación en valores”. Según EL PAÍS del 26 de julio de 2009, el sociólogo César Aguiar declaró en una jornada sobre el tema Exclusión Social, organizada por la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresa, realizada el 22 de julio pasado, que existe en nuestro país exclusión por atraso educativo, y que la misma es “particularmente grave”. Y agregó que, de mantenerse tal situación: “la sociedad enfrenta un horizonte de exclusión cultural”, que llevaría a la segregación en “estratos altos y medios bilingües y conectados a la red” por un lado, y “sectores populares monolingües y con conexiones puramente consumistas” por el otro.

Otra participante de la jornada, la psicóloga Mariana Penadés, luego de criticar la posición oficial respecto a políticas sociales, dijo que la discusión no debía girar “en términos de qué es lo que se va a mantener y qué es lo que se va a abandonar”. Para ella, la salida radica en “romper con la cultura de supervivencia que se ha instalado” y edificar “otra cultura” cuyo énfasis esté puesto en “la responsabilidad individual”.

Parece que los cristianos no somos los únicos en considerar que hay en la marginalidad factores personales. Una mujer joven, sana y vigorosa, que mendiga en la zona donde vivo, siempre llevando consigo un bebé y varios niños, y con la cual mi esposa  ha hablado reiteradas veces, en ocasión de darle alimentos, le dijo una vez, ante la sugerencia de buscar un modo de ganarse la vida: “¿Para qué? Si con lo que me da la gente, a mí me alcanza para comer”.

Estos factores personales podrían ser generadores de marginalidad, que dependen en último caso y tamizados los factores sociales concurrentes, de la voluntad del individuo. El vicio es, por ejemplo, un generador de marginalidad, notablemente el alcoholismo; “el bebedor… empobrecerá” (Proverbios 23:21); la falta del hábito de trabajar (Proverbios 6:10,11); las malas compañías (Proverbios 28:19); la búsqueda exclusiva del placer y la sensualidad (Proverbios 21:17); la mezquindad (Proverbios 11:24). Estos generadores de pobreza y, sobre todo, de marginalidad, llevan a la miseria, no por injusticia social, ni como consecuencia de las desigualdades de la vida, sino por la concurrencia de factores personales, que partirían de la falta de educación, en su más amplio significado, y de la ausencia de perspectivas, pero más que nada por la pérdida de valores, considerando en este contexto: el hábito de trabajo, la honradez en el desempeño y la fidelidad en las tareas a cumplir, la importancia del esfuerzo personal, el afán de superación, el valor de la iniciativa personal y la asunción de responsabilidades…

Cuando faltan tales valores, es un magro sustituto el asistencialismo puro y duro. Esta ausencia de valores, me atrevería a decir que más que la falta de oportunidades, es la que encadena al individuo a aquello que siempre le impedirá salir del pozo de la miseria y la necesidad. La evolución natural es, pues, hacia la marginación y la alienación, arrastrando a sus familias en este triste camino a la indigencia.

Nosotros preconizamos como alternativa de cambio para una realidad tan dura, no solo una revolución social, hecha por la imposición y la violencia, o desde los lugares de autoridad del Estado, por los gobernantes de turno. Somos cristianos, y como tales propugnamos, además, una revolución individual, como solo Jesucristo puede realizar en el ser humano. Una revolución interior que puede quitar la injusticia y las desigualdades de las comunidades, y también puede quitar el vicio y la sensualidad en los individuos, poniendo en su lugar valores que construyen vidas productivas, personas útiles a la sociedad y a sus familias, individuos confiables, honrados, generosos, moralmente puros, que vivan sus vidas en verdadera plenitud.

Dr. Alvaro Pandiani

Columnista de la programación de RTM en el 610 AM, espacio: “Diálogos a Contramano”. Se emite los martes 21:00 a 21:30 hs.

 

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