La esperanza cristiana en la era poscristiana – Tercera Parte

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Dr. Alvaro Pandiani.

Mil años es un buen período de tiempo para establecer comparaciones entre culturas diferentes. Tal vez por estar viviendo los primeros años de un nuevo milenio, ese número sea pertinente para echar una mirada al pasado; o por lo menos, es tan bueno como cualquier otro.

En los primeros años del segundo milenio, la cultura que antecedió a la civilización occidental y (pos)cristiana, fue la sociedad medieval de la Europa occidental. Agudos contrastes, y obvios, por ser culturas separadas por mil años, se presentan en varias áreas, y también en el tema que nos ocupa. La muerte y el morir ocupan un lugar bien diferente en ambas.

En la sociedad medieval la muerte era tema popular. El auge permanente de la idea y los sentimientos religiosos con su énfasis característicamente prerenacentista en la vida de ultratumba, y un escaso interés en el mundo actual, por lo menos en teoría, por una parte; y por la otra, una medicina casi por completo ineficiente, que determinaba escasa capacidad de combatir las enfermedades y las secuelas de los accidentes, reforzaban seguramente esa situación. El hombre y la mujer, el niño, y cuánto más el anciano, en la cultura medieval, convivían con la muerte. Casi con seguridad esa impresión se incrementaba notablemente en las épocas de epidemia; notoriamente cuando la peste, la “muerte negra”, asoló Europa. También era esto así en tiempos de guerra. Lo inestable y relativo de la vida era asumido por las gentes, quienes sacaban de su existencia toda la gratificación posible, sin olvidar que podían ser repentinamente llamados a rendir cuentas delante de Dios en cualquier momento. “La Danza de la Muerte fue tema muy popular en la literatura y las artes medievales. Con la muerte han de danzar reyes y plebeyos, ricos y pobres, el sabio y el ignorante” (Enciclopedia Ilustrada de Historia de la Iglesia. Vila – Santamaría. Ed. Clie).

Mucha agua ha corrido bajo el puente en mil años, y al mirar el lugar de la muerte y el morir en la sociedad contemporánea podemos ver una serie de cosas curiosas. En primer lugar, ni la fuente de la eterna juventud ha sido hallada, ni tampoco se ha descubierto, inventado o diseñado el suero universal que cura todas las enfermedades; incluso, los procedimientos de resucitación que existen la mayoría de las veces no son efectivos, y ni siquiera pueden aplicarse en todos los casos, por lo que no constituyen una opción.

La muerte sigue siendo el destino inexorable de la vida biológica, como dijimos antes. Las guerras cobran vidas por procedimientos más eficazmente mortíferos que los usados en la antigüedad; los desastres naturales matan como siempre. Y la enfermedad, combatida eficazmente por la medicina moderna, es un capítulo aparte; y lo es pues precisamente la enfermedad grave es la que nos lleva a esa frontera de lo irreversible y terminal, umbral entre la vida y la muerte.

El logro de nuestra época al respecto es ese avance fenomenal en el diagnóstico y tratamiento de enfermedades, con eventual cura de muchas de ellas, que ha cambiado el perfil de la población de los países industrializados, y de aquellos en vías de desarrollo. El abatimiento de la mortalidad infantil, el control de las infecciones, la ostensible mejora de los procedimientos y técnicas quirúrgicas, el tratamiento de soporte en las enfermedades crónicas, las técnicas de sustitución de órganos y/o funciones desfallecientes, etcétera, ha determinado que la expectativa de vida se alargue, siendo actualmente de setenta y cinco años en nuestro país (Uruguay).

Eso quiere decir que más gente llega a la vejez, y eso determina que tengamos, como se dice usualmente, una población envejecida. Por supuesto, una consecuencia obvia es que un alto porcentaje de miembros de esa población de viejos llegan a la ancianidad cargados de enfermedades, habiendo sufrido algunos numerosas intervenciones quirúrgicas, consumiendo un sinnúmero de medicamentos, cada uno de los cuales “es importantísimo que no le falte”, y con los riesgos de efectos adversos e intoxicaciones debidas a dicha polifarmacia.

Esto hace que la calidad de vida sea inferior. Hace también que la práctica médica con estas personas sea tediosa, compleja y riesgosa. Hace que cuando llega el final quienes rodean al anciano lo acepten con un dolor mitigado en parte porque el viejo estaba “muy enfermo”, y la situación “no daba para más”; y en parte porque la muerte del anciano enfermo libera a la familia de la carga de cuidarlo. Pero tiene otro interesante efecto sobre la mentalidad general de la gente y sus conceptos sobre el tema. Toma forma la idea de que la muerte es cosa de los viejos, sino exclusiva, por lo menos casi.

Otra derivación interesante de esta idea es que la religión es cosa de los viejos, pues se considera a la misma como una suerte de pasaporte para lograr un buen destino en el más allá. Nadie convive con la muerte; se la relega a las salas velatorias y al cementerio. No se la nombra, no se piensa en ella; se le teme, como se teme a lo desconocido, y a aquello para lo cual uno no está preparado. No forma parte de los pensamientos en una sociedad cuyos miembros están ocupados en y preocupados por obtener el placer ya, la alegría ya, las cosas buenas de la vida ya, la felicidad, ya.

Como consecuencia la muerte sorpresiva de quién no se esperaba que muriera, sea víctima de accidente, crimen o enfermedad fulminante y fatal, es un choque devastador para los seres queridos del difunto. Si a esto agregamos la pérdida generalizada de la fe religiosa, único sistema de ideas o creencias que brinda esperanza ante lo “irreparable”, podemos empezar a comprender cómo y porqué el dolor agudo de una pérdida deja en numerosas personas secuelas permanentes en la forma de trastornos de la personalidad y alteraciones de tipo neurótico, debido a la incapacidad para elaborar adecuadamente el duelo por esa pérdida.

Falta de fe y de espiritualidad; falta de conciencia de lo inexorable de la muerte; falta de preparación adecuada para el final inescapable, la conclusión de una vida. Vivimos en una sociedad que no sabe morir.

2 Comments

  1. Carolina Vallejo dice:

    Me parece pertinente agrega algo. Cuando hablo de la oración y lectura cotidiana , privada , intima con el Señor esto reaviva la Esperanza. Esto es fundamental para además fortalecernos ante la mayor prueba que debemos enfrentar como cristianos: la muerte. Y allí también Dios nos acompaña, nunca nos abandona. Gracias Dios cada día por ésta maravillosa y sin igual Esperanza.Amén

  2. Carolina Vallejo dice:

    J. Dewey, pedagogo norteamericano decía : en la vida hay dos hechos ineluctables a saber el nacimiento y la muerte. Ya se ha hablado y se debe seguir trabajando en relación al nacimiento y todo lo relacionado.
    En relación a la muerte hemos visto la desesperanza o falsa esperanza. Por otro lado los cristianos tenemos LA ESPERANZA(2ª Tes. 2:16).Desde que hemos conocido a Cristo hemos comenzado a vivirla. Hay algo fundamental ¿Cómo reavivamos ésta esperanza? Y tomo una expresión de Vaz Ferreira “recimentar” en éste caso la Esperanza, sólo una forma:oración íntima delante de Dios y lectura reflexiva delante de El. Es El y yo , yo y El. Entonces me pregunto y pregunto ¿Cómo estamos?Esto no puede perderse será el apoyo en momentos de crisis, tensiones y pruebas.

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