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LECTURA: JUAN 21:20 – 25
“Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús…” v.20
Un niño o niña es feliz cuando recibe amor de sus padres. Es un sentimiento que se graba para siempre en el alma de un pequeño. Algunas veces se quiebra su corazón infantil cuando existe un divorcio de sus padres.
Lamentable error comete uno de ellos si trata de sembrar enemistad en contra de la otra parte, porque existe un secreto del alma. El niño o niña una vez que madure se inclinará hacia quien le dio amor y no odio.
Este sentimiento de amor fue lo que impactó al joven discípulo Juan. Quedó marcado para siempre en su alma juvenil por el cariño y trato de su Maestro Jesús.
Tan grande fue este sentimiento que el Espíritu Santo inspiró a este escritor sagrado a compartir ese ágape recibido de Jesús: Cinco libros sagrados fluyeron de su pluma cuyo énfasis fue el amor de Dios para toda criatura.
Vemos que al finalizar el cuarto Evangelio se describe así mismo como “El discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él.” En sus Epístolas usó repetidamente la expresión “Dios es Amor.”
El grito del alma humana es el amor de Dios que cuando alguien lo recibe la gratitud se expresa en amor hacia el Padre, amor al prójimo y amor a sí mismo.
El mundo actual es impersonal, egoísta y no fraterno. El sentimiento del amor de las canciones es insuficiente para llenar el corazón humano.
Luis Canihuante, Chile
Los brazos abiertos de Jesús en la Cruz invitan a recibir el amor redentor para ganar la vida eterna
