Iglesia y renovación – 1

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Iglesia y renovacionPor: Dr. Álvaro Pandiani

En marzo pasado, a pocos días de elegido el papa Francisco, era común que se oyera decir “tenemos nuevo papa”; expresión que impresionaba privativa de los católicos romanos, pues a ellos concierne la figura del sumo pontífice, en virtud del liderazgo espiritual que ejerce sobre la comunidad católica romana mundial. Sin embargo, en los días que precedieron a la elección del cardenal argentino Jorge Bergoglio, ya desde que se conociera la intención del anterior papa Benedicto XVI de renunciar a su cargo, el tema mantuvo una presencia permanente en los medios de comunicación. Elegido el nuevo pontífice romano, y conocida la noticia de que el mismo es un latinoamericano, el primer papa en la historia de ese origen, y alguien a quién por lo tanto los latinoamericanos – católicos y no católicos – podíamos sentir como “cercano”, la ebullición informativa continuó, sazonada por un pasado dudoso de colaboración con la dictadura militar argentina. El papa Francisco estuvo y sigue estando en boca de todos: creyentes católicos y no católicos, agnósticos y ateos, y al parecer también adeptos de otras religiones, con los cuales en su país natal supo mantener contactos, fortaleciendo los puntos en común en pro del bienestar de los menos afortunados, según dijeron sus partidarios y repitieron los periodistas. Al respecto de esto me resultó muy interesante escuchar en una emisora de radio montevideana, a menos de una semana de la elección del nuevo papa, un debate en el que participaban panelistas de distinta extracción política, apenas al día siguiente de que el papa Francisco destacara en una iglesia de Roma la labor del sacerdote uruguayo Gonzalo Aemilius al frente del Liceo Jubilar de Montevideo. No dejaba de ser llamativo cómo, mientras algunos de los integrantes de la mesa, sin dejar de opinar sobre la referida supuesta connivencia del papa Francisco con la dictadura militar argentina, destacaban el reconocimiento hecho al sacerdote Aemilius y a la encomiable obra educativa del Liceo Jubilar con una población de jóvenes de muy bajos recursos, y su significación para la educación en el momento que actualmente vive la sociedad uruguaya, otros participantes en tanto, de orientación política de izquierda, volvían una y otra vez al espinoso asunto del pasado del papa, casi sin dedicar comentario alguno al aspecto muy positivo referido al mencionado Liceo Jubilar.

Actitud llamativa pero no sorprendente, que parece característica de muchos representantes de la izquierda política uruguaya: mirar rencorosamente hacia el pasado y no hacia el futuro, y que no merece más comentario en la presente reflexión. Lo que sí se pretende comentar brevemente aquí es el denominador común surgido en todos los ámbitos de opinión en que se habló del nuevo pontífice romano; pensadores, políticos, personas públicas, incluso periodistas que tocan el tema a veces tangencialmente, todos convergieron en ese denominador común: la idea, expresada como esperanza, de que el nuevo papa trajera una renovación, o “la tan esperada renovación” de la Iglesia. La “renovación” de la que se habla como necesaria en la Iglesia (referida prácticamente siempre a la Iglesia Católica Romana, sobre todo en países de herencia religiosa católica), fue el eje de opinión de algunos comentaristas de noticias y pensadores, generalmente liberales, y algunos incluso no creyentes. Ahora bien, da la impresión que ese “eje” es invocado por otras personas que ocupan tribunas públicas para opinar o informar – sea en radio, TV, prensa escrita impresa o digital –, y es invocada sin tener un conocimiento profundo y completo del tema, o una opinión propia, sino sólo acompañando el discurso general, el que suena políticamente correcto para la pluralista y liberal mentalidad posmoderna. Reitero, da la impresión. Porque sería propio definir de qué hablamos cuando hablamos de “renovación” de la Iglesia: renovación de autoridades, de infraestructura, de organización, o renovación de mentalidad, de creencias, de doctrina, de dogma, de actitud ante los cambios en general, y ante los desafíos concretos de la sociedad, el desarrollo científico y tecnológico, y las nuevas formas de vida y relación en el mundo actual.

Además, cabe a los evangélicos preguntarnos si nuestras iglesias no están necesitadas también de “renovación”. Aunque esto, por supuesto, nos interese sólo a nosotros, pues es poco probable que le interese a la opinión pública en general, dado que no somos en realidad “la” Iglesia Evangélica, sino “las” Iglesias Evangélicas; un cuerpo de creyentes multifragmentado, sin una estructura central global con un único líder, reconocido internacionalmente como jefe de estado (aunque en estos tiempos cabe sospechar que a más de un líder evangélico le encantaría ocupar tal cargo como jefe mundial de la Iglesia). También debemos tener en cuenta que, por lo general, los evangélicos tendemos a interpretar la “renovación” en un sentido espiritualista y místico, referido a la operación interior del Espíritu de Dios en el creyente y la iglesia, y ponemos énfasis en los dones milagrosos del Espíritu Santo, fomentando una atmósfera sobrenatural que deriva en extravagancias huecas, como más de una vez hemos observado, y que lleva a muchos evangélicos a considerarse particularmente “espirituales” (a menudo, más que sus hermanos).

Pero qué interesante, quienes incurren en tal actitud quedan comprendidos en algo dicho por el nuevo papa, aún ocupando el arzobispado de Buenos Aires, cuando hablando de la Nueva Era y de las “sectas” – como cariñosamente nos siguen llamando –, en carta enviada a las comunidades educativas de su diócesis en 2004 expresó que la fe cristiana “termina reduciéndose a una especie de elitismo del espíritu, a una experiencia extática de ‘elegidos’ que rompe con la historia real y concreta”. A continuación recordó el caso de Corinto – que algunos de nosotros también recordamos periódicamente, cuando las extravagancias del espíritu en nuestras congregaciones se salen de madre – y cómo el apóstol Pablo debió poner coto a “esa suerte de ‘cristianismo espiritual’ que perdía conexión con la vida cotidiana en el plano concreto” (Jorge Mario Bergoglio: Las sectas y la Nueva Era, reproducido en iglesiaenmarcha.net).

Las Iglesias Evangélicas no tienen tanto espacio en la consideración de la prensa y la opinión pública, salvo vínculos personales de algún comunicador con ministros o líderes evangélicos, o que se trate de una congregación evangélica que tenga una presencia fuerte y positiva en la comunidad, generalmente por su trabajo en el área social al servicio de los más necesitados. No incluimos aquí los eventos negativos y escandalosos, los cuales son noticia al instante, así se trate de hechos sucedidos en las más humilde y pequeña iglesia evangélica de suburbio. Eso sí lo compartimos con la Iglesia Católica Romana: los escándalos habidos en las comunidades religiosas siempre llaman al periodista y concitan la atención morbosa del público.

Ahora bien, hay otro aspecto que también compartimos con la Iglesia Católica Romana; esta afirmación nos lleva de regreso al concepto de la “renovación”, supuestamente necesaria en la “Iglesia”. La consideración del significado que la “renovación” tiene para el mundo secular, en otras palabras, qué espera la gente que la Iglesia cambie o “renueve”, también nos atañe. Nos atañe porque aunque los evangélicos no celebremos misa sino culto, prediquemos sólo a Cristo dejando de lado a la virgen y los santos, no corramos tras el papa – aunque algunos sí corren tras pastores y predicadores – y otras diferencias por el estilo, tenemos un mensaje de vida, salvación, perdón y paz para dar a todos, y en nuestras campañas de evangelización requerimos de todos que dicho mensaje sea escuchado, creído, recibido y asimilado como la llave de una nueva vida, como la clave de la vida eterna.

Pasando a temas concretos, los principales asuntos en que se espera la tan mentada “renovación” en la Iglesia Católica Romana se relacionan, entre otros, con la actitud hacia la sexualidad en general, y el matrimonio homosexual en particular, con el ingrediente agregado del debate sobre la adopción de niños por parejas homosexuales; el uso de métodos anticonceptivos y el aborto, tema este último en el cual la Iglesia Católica ha presentado una posición monolítica, a diferencia de las Iglesias Evangélicas; el celibato del clero, estado de soltería obligatoria en el que se ha pretendido buscar la causa de escándalos sexuales que han tenido como protagonistas a los sacerdotes, particularmente los casos de pedofilia, tema muy concreto en el que la opinión pública, y sobre todo las víctimas y sus familiares, claman por menos encubrimiento y más transparencia; también, la ordenación de mujeres al sacerdocio, resistida desde hace siglos, desde épocas monolíticamente machistas, incluso misóginas, y que aún no ha sido resuelta por la jerarquía católica romana.

Como ya se ha sugerido, la mayoría de estos temas son compartidos con las Iglesias Evangélicas; o tal vez sería mejor decir que la conflictividad y el debate que surgen de estos temas involucra también a los cristianos evangélicos, y que los tales deberían sentirse involucrados en los mismos, y asumir el compromiso de participar en una discusión constructiva que, sin comprometer principios sagrados e irrenunciables, tenga como objetivo mantener abiertos los canales de diálogo. A propósito de esto, cabría rebatir en primer lugar la opinión de algunas personas, en general ateos recalcitrantes – y con ciertas inclinaciones bien específicas en cuanto a su ideología política – que cuestionan la pertinencia de que la Iglesia, sea Católica o Protestante, opine y fije posición sobre algunos de tales temas, como aborto o matrimonio homosexual (y que hacen esto sin perjuicio de emitir libremente su opinión sobre otros temas, más propios de la interna eclesiástica, como celibato obligatorio u ordenación femenina). Esta actitud verdaderamente intolerante, que pretende amordazar a los pensadores cristianos, ignora voluntariamente que, tratándose de aspectos de la vida de las personas y sus relaciones, es imposible que la Iglesia no opine. ¿Por qué? Porque el cristianismo es, desde sus orígenes, vehículo de un mensaje de amor y esperanza, sí, pero un mensaje que en su versión más completa denuncia el pecado humano y anuncia la justa condenación por el mismo, para enseguida proclamar la misericordia y el amor de Dios en Jesucristo, y llamar al arrepentimiento, la fe y una nueva vida. Este mensaje nos alcanza a todos, pues todos somos pecadores, según la Palabra de Dios.

Así que, sí señor, opinamos y opinaremos sobre todos estos temas.

 

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario. – (Adaptado del artículo Damos gracias a Dios por el nuevo papa – parte 1, publicado en iglesiaenmarcha.net, en marzo de 2013)

 

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