Fuegos artificiales

El experimento uruguayo
31 julio 2017
Enseñando Ciencia y Religión – Jappe
1 agosto 2017
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Por: Dr. Álvaro Pandiani*

El concepto habitual, tradicional e histórico de vida cristiana hace mucho énfasis en las acciones externas, las “obras”. Es clásico que el común de la gente espere ver en quién profesa adhesión activa a la religión (y a quien ven asistir puntualmente todos los domingos a la iglesia, sea misa católica o culto evangélico) un estilo de vida que los caracterice y demuestre la fe que dicen profesar. Esto no quiere decir que lo consideren algo positivo, o lo miren con simpatía; el desdeño por lo religioso, la ignorancia de lo espiritual, y la conciencia culpable de quienes ven que otros procuran atender esa asignatura pendiente que ellos desatienden, hacen que las actitudes hacia el creyente “practicante” de su religión, cuando se encuentra en el círculo de sus amigos, vecinos, compañeros de trabajo o estudio, o incluso familiares, varíen desde una indiferencia muchas veces peyorativa y desdeñosa, pasando por  la burla, mas grotesca cuanto menor es el nivel de cultura y educación de aquellos que encuentran gracioso burlarse de las cosas sagradas, hasta una abierta antipatía, irracional pero declarada. Además, el mundo ve en la inmoralidad, la obscenidad, el vicio y otras costumbres, algo que denota “viveza”, o inteligencia, y hasta lo encuentra motivo de risa, chiste y regocijo (por ejemplo el grupo de amigos que ríe, festeja y felicita al que más ingiere bebidas alcohólicas, o al que engaña a su esposa, o al que más cabezas ha pisado para llegar a la posición que ocupa). Se ubican así entre esa clase de gente de la que Pablo de Tarso escribió con su habitual fuerza descriptiva: “…como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entrego a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen; estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidias, homicidios, contiendas, engaños y malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin  misericordia; quienes habiendo entendido el juicio de Dios, que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no solo las hacen, sino que también se complacen con los que las practican” (Romanos 1:28-32). Esa misma gente no encontrará gracioso, ni agradable, que aquel que profesa la religión (cristiana en nuestro caso) cometa actos o adopte actitudes, o exteriorice pensamientos, opiniones o palabras que estén en contradicción con los principios de la fe de la que se dicen representantes; en una paradoja violenta, juzgarán en otros lo que disculpan en sí mismos y festejan en sus amigos, aduciendo que quién observa un sistema religioso debe estar a la altura de los puntos éticos de ese sistema. Lo cual es razonable y lógico desde el punto de vista del mundo, pero deja de ser lógico desde el punto de vista de la Biblia. Pues quien afirma que al no seguir la práctica religiosa, no tiene obligación tampoco de seguir la conducta ética cristiana, entra en conflicto con la Palabra de Dios, la que afirma que todos los seres humanos fueron creados por Dios, y por lo tanto la vida de los hombres y mujeres es aliento prestado de Dios, y por eso mismo todos se deben a Dios, y a Dios habrán de dar cuenta. Ese juicio del no creyente sobre el creyente débil, descuidado o hipócrita, puede partir del intento (quizás inconsciente) de auto justificación de alguien con una conciencia culpable, o de un absoluto desprecio de lo religioso. En el primer caso, las personas de sentimientos más nobles, en vez de criticar acerbamente, disculparán tal vez al creyente carnal, en virtud de la conocida debilidad humana (mediante la consabida tergiversación de aquella frase de Jesús “la carne es débil”).

Pero es dudoso que eso edifique el carácter cristiano del creyente torpe.

Y cuando la mano viene de juicio, la crítica hecha por un hombre sin Dios carece por completo de misericordia. Y además, va a tomar – en ocasiones – la forma de preguntas burlonas y humillantes, tales como por ejemplo: “¿En la iglesia te enseñan esas cosas?” Quien crea que esta expresión es reciente, se equivoca; Giovanni Bocaccio, escribiendo en el siglo XIV, nos presenta en una de las narraciones del Decamerón a una mujer de dudosa moral que contesta a las indecorosas proposiciones de un sacerdote: “¿esas cosas hacen los curas?” Frases tan trilladas como “la iglesia me prohíbe esto”, o “la religión no me permite aquello” son la expresión común de una forma de vida religiosa que es algo así como un corral, dentro del cual los  creyentes están confinados, pero pueden ver por entre los tablones de la cerca el mundo exterior, con sus placeres, su atractivo y su sensualidad. El novelista polaco Henryk Sienkiewicz, en su obra Quo Vadis, ubicada temporalmente en la Roma del primer siglo de nuestra era, presenta a los cristianos expresándose de la referida manera: “no nos está permitido odiar”; “no nos está permitido negar nuestra ayuda”; etc. Así concebía este escritor católico romano que vivió a fines del siglo XIX y principios del XX la vida del cristiano; y así la conciben muchos desde la antigüedad hasta incluso hoy día. Pero en el Nuevo Testamento, lugar donde radica el registro histórico de la iglesia del primer siglo, no vemos realmente a la cristiandad de aquel tiempo sujeta a una serie de legislaciones eclesiásticas. El Nuevo Testamento insiste en un mandato novedoso: “Un mandamiento nuevo les doy: Que se amen unos a otros; como yo los he amado, que también se amen unos a otros” (Juan 13:34); otras formas en que esta expresada esta magnífica esencia de la ley de Dios son: “toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amaras a tu prójimo como a ti mismo” (Gálatas 5:14); “No deban a nadie nada, sino el amarse unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: No adulteraras, no mataras, no hurtaras, no dirás falso testimonio, no codiciaras, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amaras a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:8-10).

            La vida cristiana comienza con la experiencia cristiana, y la experiencia cristiana comienza con un acto de fe. Ese acto de fe es creer en Jesucristo, su muerte y resurrección; pero no creer al nivel que creen los demonios (“y tiemblan”; Santiago 2:19); es decir, simple y solamente creer que existe un Ser Supremo (“sí, yo creo que hay un Dios”), pues incluso el diablo está de  acuerdo con eso. El acto de fe del que hablamos es creer en Jesucristo, de tal manera que esa creencia conduzca al arrepentimiento. Ahora, el arrepentimiento significa cambio; esa creencia motiva a un cambio, porque ese cambio, y la fuerza para el mismo, no parten del temor a un mandato inflexible, ni del miedo abyecto a un místico Juez Incomprensible, ni tampoco del pavor a un castigo futuro. La motivación para el cambio parte del amor de Jesucristo, que conquista el corazón del perdido con su grandeza infinita, su pureza inigualable, y su humildad, desprendimiento y sacrificio. Ese amor es una fuerza activa que, invisible pero potente, opera en el interior del ser humano que voluntariamente abre, por así decirlo, las puertas de su corazón a Cristo. En primer lugar, Jesucristo está golpeando esa “puerta” en cada individuo (“yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entrare”; Apocalipsis 3:20); quien le abre y le recibe, sufre un cambio radical. La Biblia dice: “a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12); es decir, se transforma legalmente en hijo de Dios (nace de nuevo, Juan 3:5). Pero entonces comienza algo nuevo. Algo, o mejor dicho, Alguien sigue operando en el ser interior, y la fuerza activa sigue siendo el amor (“el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado”; Romanos 5:5); la fuerza motivadora sigue siendo el amor, un amor viviente y personal, administrado por el Espíritu Santo, el agente del gran renacimiento individual. Un amor sobrenatural, no artificialmente implantado en nuestro psiquismo y conciencia moral, ni tampoco ejercido desde el trono del universo mediante coerción, sino dejado libre en nuestro interior, como el fluido perfume en un frasco, para guiar cada decisión, con la delicada guía y consejo de la voz interior del Espíritu Santo, el agente creador de la nueva naturaleza del hombre y la mujer redimidos y transformados por Cristo. El Espíritu Santo es el Gran Compañero de aquel que protagoniza la vida cristiana: el cristiano. Es el Espíritu de Cristo, enviado por Él para suplir su ausencia junto a nosotros, y trasladar su presencia dentro de nosotros.

            ¿Qué diferencia al cristiano del simple religioso? El religioso lucha con sus propias fuerzas contra las atractivas incitaciones del mundo, motivado por el temor, la esperanza futura, o el deseo fútil de perfección y “santidad”; el cristiano rechaza las incitaciones atractivas del mundo porque su naturaleza interior ha cambiado, y el Espíritu Santo produce un amor interior que lo atrae hacia Dios, hacia Jesucristo, hacia lo santo, lo puro, lo bueno y lo justo (2 Corintios 5:14,15). ¿Por qué un hombre, por ejemplo, se abstiene de cometer adulterio?  ¿Por qué no tener una amante?  ¿Por qué ser fiel a su esposa? Las razones son diversas, y podemos empezar desde lo más elemental y bajo, ascendiendo hacia el clímax; la falta de oportunidad, por falta de dinero o de persona disponible; el temor a perder la seguridad de un hogar ya formado; el miedo de dañar a los hijos por una ruptura de la familia; el temor de transgredir una norma moral impersonal, con el subsiguiente sentimiento de culpabilidad. Hasta ahora, todos motivos egoístas. El no querer dañar a la esposa, traicionando su confianza y amor, es empezar a salir del centro que ocupa el propio yo, para interesarse por los sentimientos de otra persona. Y la razón máxima para guardar fidelidad a la mujer a la que se ha unido la vida, es el hecho de amarla, y por lo tanto no necesitar ni querer una relación con otra.

            Así, la comunión con el único Dios verdadero, y la entrega a una vida de piedad y fe, no puede tener otra motivación que el amor, que renueva el ser interior al punto de llevarnos a que lo que antes nos atraía, siendo pecaminoso y ofensivo a Dios, se vuelve repulsivo, objeto de rechazo, por la interna contracción de repugnancia del Espíritu de Dios que mora en el interior del cristiano. Eso es regeneración, cambio radical de gustos y tendencias morales. Pero no cambio forzado, sino uno que nace del interior renovado por el Espíritu Santo.

El fuego es una imagen popular entre los evangélicos. Se lo oye mencionar desde los púlpitos; muchos de los himnos y coros que se cantan en prácticamente todas las iglesias evangélicas lo mencionan o hacen referencia a él. La referencia evidente de estos himnos y coros, aquello que es metaforizado o simbolizado por el fuego, es el Espíritu Santo. “Aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Hechos 2:3,4); este es uno de los pasajes bíblicos de los cuales se desprende la interpretación tradicional de la figura del fuego. Según exegetas y teólogos, el fuego representa el juicio de Dios (el fuego que consume la ofrenda por el pecado; Levítico 9:24); el acto divino de purificación del creyente (Malaquías 3:2); la prueba o escrutinio de Dios sobre las obras del creyente (1 Corintios 3:13); o, finalmente, la tribulación que prueba o refina el carácter cristiano (1 Pedro 1:7). Pero en la teología del ama de casa la figura más popular, tal vez incluso la más preferida, es la primera: el fuego simboliza el Espíritu Santo en el creyente (Mateo 3:11). Y esa metáfora puede aplicarse a algunos de los ejemplos antedichos; a saber, el fuego del Espíritu Santo que quema lo que no sirve de nuestro carácter, estilo de vida, forma de pensar; en otras palabras, la operación del Espíritu Santo en nuestro ser consume el pecado, tanto que lo hace desaparecer de nuestra vida, cumpliendo a la vez una obra de purificación. Y la transformación de un carácter, de una naturaleza, de una vida en algo nuevo, limpio y libre de pecados, es una potente evidencia de regeneración, de que tal persona “tiene el Espíritu Santo” (una evidencia tanto o más potente que el hablar en lenguas).

Pero también el fuego puede simbolizar una obra que el Espíritu Santo opera en la intimidad de nuestra alma (Gálatas 4:6). El Espíritu de Cristo en nuestro corazón nos lleva a clamar a Dios, diciéndole: Papá (del arameo Abba). ¿Y qué es eso? La adoración íntima del alma, la devoción que no admite pausas ni descansos, si nace de un perfecto amor al Padre: “el fuego arderá continuamente en el altar; no se apagará” (Levítico 6:13); el fuego de la devoción que arde en el altar espiritual de un corazón cristiano no debe apagarse; es mandato del Señor mantenerlo encendido.

Ahora, el fuego de la devoción a Cristo (que te quema por dentro, que no te deja quieto, que te consume el corazón por servir a Jesús) es la motivación para obedecer la Palabra de Dios, para santificarse, para congregarse, para servir a Dios. Jeremías el profeta escribió, luego de querer abandonar todo: “había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; trate de sufrirlo, y no pude” (Jeremías 20:9). Es lo que motiva a no estarse quieto, a trabajar para Jesús, a batallar por el reino de Dios: “me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3). Debe entenderse que hablamos de la motivación, la razón y el motivo por el cual hacemos algo, pues algo por dentro (que hemos llamado amor a Cristo) nos quema, impulsándonos a hacerlo.

Pero el asunto puede verse desde otro punto de vista, punto de vista en el cual vamos a poner énfasis: los aspectos externos, y los motivos internos que hay detrás de los mismos. Los primeros son lo que nosotros podemos ver. Y lo que vemos en la iglesia (iglesias locales, eventos cristianos, etc.) es gente que hace, hace, hace, ¿motivada por qué cosa? ¿Cuáles son los motivos internos que nos instan a hacer cosas? ¿El amor a Cristo? ¿Estamos seguros de eso? ¿Cuál es el fuego de la motivación que nos lleva a realizar nuestros actos? ¿El fuego del Espíritu Santo que trajo la voluntad de Dios a nuestros corazones? ¿El fuego que salió de delante del Señor, y consumió el holocausto y las grosuras sobre el altar? ¿Es el fuego verdadero que viene de Dios, o son fuegos artificiales, con los que Dios nada tiene que ver, y que se agotan rápidamente? La Biblia dice: “Nadab y Abiú, hijos de Aarón, tomaron cada uno su incensario, y pusieron en ellos fuego, sobre el cual pusieron incienso, y ofrecieron delante del Señor fuego extraño, que él nunca les mando. Y salió fuego de delante del Señor que los quemó, y murieron delante del Señor” (Levítico 10:1,2). Que trágico lo de Nadab y Abiú. Si querían quemar incienso delante del Señor, ¿por qué no tomaron del fuego que había venido de Dios, según Levítico 9:24? (porque Levítico 10:1 es el versículo siguiente a Levítico 9:24; el fuego de Dios recién había caído, y estaba allí sobre el altar).

Fuegos artificiales. Muy espectaculares y vistosos, pero que se extinguen rápidamente, porque no son el verdadero fuego del amor y la devoción a Cristo, encendido por el Espíritu Santo en el alma humana. Son los fuegos extraños de los compromisos humanos, de la vanidad, del egocentrismo, de la conveniencia o el afán de lucro, del emocionalismo y la superficialidad espiritual (porque quizás en el fondo de nuestro corazón no haya fuego, ni brasas, ni cenizas, sino un frío y gris piso de cemento). Sorprendentemente, aún entre quienes profesan seguir la fe y dan la apariencia exterior de religiosos, las razones de tal profesión religiosa pueden ser inusitadamente diversas. El temor, la costumbre, el intento vano y fútil de “santidad”, de ganar el cielo por los propios méritos; pero también, de aquellas cosas que acabamos de  mencionar.

Por eso es necesario recapitular, examinar nuestro interior buscando la causa y motivo reales de nuestra profesión de fe, de nuestro trabajo y nuestra entrega a la obra y la misión que creemos tenemos en la vida, en el servicio a Dios. Y procurar, si es necesario, detener la maquinaria que mueve nuestro activismo cristiano, y aplicarnos a la búsqueda del motivo único y legítimo, del fuego de Dios, del poder del Espíritu derramado en nuestros corazones: el amor de Dios en Jesucristo.

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario. (Adaptado del Capítulo 4, parte 1 del libro Sentires, Editorial ACUPS, Montevideo, Setiembre de 2000).

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