Falsa moralidad

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Por: Ps. Graciela Gares*

Es difícil hoy día encender el receptor de radio o televisión sin escuchar acerca de denuncias de corrupción, pesquisas por fraudes y sobornos, formación de comisiones investigadoras, etc.

Ocurre en nuestro país, en países vecinos o en comarcas lejanas del primer mundo.

Las sospechas de ilegalidades siembran dudas sobre el proceder de altos dignatarios y sus asistentes, ministros de Estado, funcionarios públicos, altos empresarios, la cúpula del fútbol mundial, u organismos electorales. Se les inculpa de efectuar maniobras en su beneficio mientras ejercieron el poder, falsear resultados de una elección, y hasta de detentar títulos académicos ilegítimos.

A menudo, algún nuevo jerarca público inicia su gestión haciendo una auditoría del proceder del anterior administrador, en una dinámica que parece sugerir que todos desconfían de todos.

En ocasiones, el momento escogido para sacar a luz la denuncia de un presunto delito coincide con las etapas finales de una elección de cargos, donde el acusado aparece con altas posibilidades de ser electo.

Presenciamos campañas electorales durante las cuales los aspirantes a la presidencia de un país, en lugar de difundir y debatir sus ideas, intercambian una escalada de acusaciones personales, ventilando asuntos privados del contrincante, en un episodio de “gran hermano”, donde todo queda expuesto.

Obviamente, no deseamos pecar de ingenuos respecto a la existencia de maldad y avaricia en el corazón humano, que amerita que el proceder  del hombre público deba ser sometido a vigilancia o control.

La corrupción existe y se ha instalado a tal punto en el mundo occidental, que varios Estados han asumido el compromiso nacional de luchar contra ella, creando portales para que los ciudadanos formulen denuncias y hagan el seguimiento de las mismas.

Uno de tales portales expresa: “La corrupción es el abuso de un poder delegado, para la obtención de beneficios indebidos”.

El propio Banco Mundial (organización de asistencia financiera dependiente de Naciones Unidas) tiene su página para recibir denuncias de actos preocupantes o de apariencia delictiva en referencia a proyectos financiados por esa institución.

Varios países crearon Juntas anti-corrupción o Juntas de Transparencia y Ética Pública, con fines preventivos.

Algunos observadores creen que la aparición en escena del narcotráfico y la acumulación de capitales en manos de multinacionales, serían factores que aumentarían el riesgo de hechos corruptos en el mundo actual.

Quien formula la denuncia es, a menudo, un directo perjudicado por el presunto delito, y ello legitima su reclamo.

Pero últimamente advertimos también, que quien acusa suele ser un adversario político o competidor del inculpado y ello despierta ciertas suspicacias. ¿Se busca esclarecer un delito o sacar al adversario del camino? ¿Cuál es la verdadera intención de estos enjuiciamientos públicos? ¿Qué le aportan a la ciudadanía de un país? ¿Realmente contribuyen a la desaparición del delito o promueven la sofisticación del mismo?

¿Realmente los acusadores son amantes de la justicia como lo desea Dios o son oportunistas que buscan generar el clima propicio para  revivir aquello de que “a río revuelto ganancia de pescadores”? ¿Será que sembrar desconfianza se ha vuelto un “negocio” que da resultados?

Recientemente asistimos a una catarata de denuncias en un país hermano, a raíz de lo cual cayó una presidente, y para nuestra perplejidad, paralelamente nos enteramos que algunos acusadores tenían cuentas pendientes con la justicia de su país y ¡¡¡acabaron siendo procesados!!!

El propio Julián Assange, requerido por divulgar miles de cables diplomáticos que revelaban informaciones secretas y comprometedoras en el asunto Wikileaks, fue luego acusado de presunto delito de violación.

Resulta difícil entender esta “movida” anti-corrupción mundial y peor aún, es poco creíble que estos procedimientos puedan conducirnos a un mundo más ético, más justo, más transparente.

Obviamente, suscribimos plenamente que todo hecho injusto y corrupto debe ser sacado a la luz, juzgado y castigado. Algunos delitos denunciados ya eran “vox pópuli” y la ciudadanía reclamaba su sanción. Otros sucesos denunciados quizá no constituían delito propiamente dicho en cuanto a su motivación, pero había vicios de procedimiento que debían ser corregidos. Y quizá un reducido porcentaje de las denuncias formuladas caerán por tierra por ser falsas, pero el honor de los inculpados ya no podrá ser limpiado.

Reafirmamos nuestra postura cristiana a favor de que todo hecho que tenga apariencia de maldad sea investigado, esclarecido y sancionado si corresponde. Pero a la vez nos preguntamos si la moral que inspira esta ola de denuncias de corrupción a nivel global, surge de una ética constructiva o destructiva. ¿Es, en todos los casos, un verdadero anhelo de justicia del corazón del hombre o una herramienta hábil para derribar al adversario, descalificándolo mediante una mera “operación enchastre”, para luego ocupar su lugar? ¿Qué intereses –o intenciones aviesas- se ocultan detrás de las sombras de corrupción que hoy son levantadas a diestra y siniestra?

Lo expuesto hasta aquí nos recuerda vívidamente la situación que vivió Jesucristo hace más de 2000 años, en su andar por este planeta, cuando los religiosos le trajeron a una mujer sorprendida en adulterio. El pecado, sin duda, era real y ameritaba la lapidación, según la ley que ellos invocaban. Pero el espíritu de quienes la acusaban no era recto, sino perverso y corrupto. La sorprendieron adulterando y la trajeron a ella. Pero su afán de justicia era imperfecto y omitieron traer a su amante! Además, quisieron poner en aprietos a Jesús, para que eligiera entre dar su consentimiento para apedrearla o incumplir la ley. Cristo avaló el cumplimiento de la ordenanza, pero a la vez reclamó manos justas y conciencias limpias para tomar piedras y arrojárselas (Lucas 8: 1 – 11). ¡Qué bueno si tal principio se aplicara a los denunciantes de corrupción en la actualidad!

La tendencia a levantar acusaciones a diestra y siniestra parece haberse instalado en occidente, volviéndose pan de todos los días, como si la apuesta a una “supra-moral” recorriese el mundo actual.

Todo esto nos suena a una falsa moralidad.

Otro aspecto de este proceder es que difícilmente el acusador destacará actos de justicia o de buena moral por parte de la persona acusada, aún sabiendo que todos los tenemos.

Este fenómeno ha sido estudiado por el filósofo coreano Byung Chul Han, reconocido como una figura clave del pensamiento crítico actual. En su obra Han caracteriza los tiempos actuales como “La sociedad del control” y “La sociedad de la vigilancia”, donde cada uno controla a cada uno.

“Ningún otro lema domina hoy tanto el discurso público como la transparencia”, refiere Han. En la gestión política, en la administración de empresas, en la regulación de los mercados o en las directrices de responsabilidad social, la transparencia parece ser la clave para el buen funcionamiento de toda iniciativa humana y constituye el nuevo imperativo social.

Para Han, la exigencia de transparencia se hace oír precisamente cuando ya no hay ninguna confianza. En una sociedad que descansa en la confianza no surge ninguna exigencia penetrante de transparencia, afirma. La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, que, a causa de la desaparición de la confianza, se apoya en el control. La potente exigencia de transparencia indica precisamente que el fundamento moral de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la lealtad, pierden cada vez más su significación, argumenta.

Desde el punto de vista psicológico, tememos que la cultura de la desconfianza y la sospecha masiva pueda tender a debilitar aún más el entramado social ya precario que hoy tenemos.

El negocio de sembrar desconfianza puede encubrir una falsa moralidad.

Analizando el texto bíblico observamos que la justicia y la ética deben comenzar en uno mismo. Hay muchas cosas para cuestionar y cambiar en el entorno y en los demás. Pero cada uno deberíamos limpiar nuestras vidas de toda conducta mala, de modo que nuestra rectitud haga reflexionar y condene el mal ajeno.

Recordemos el caso de Zaqueo, conocido y odiado porque cobraba a sus conciudadanos impuestos con usura para el gobierno romano. En su caso, la transparencia comenzó cuando reconoció su propio pecado y decidió enmendar su conducta. Podría haber denunciado a Roma por sus excesos para con el pueblo judío y nada hubiera cambiado. Pero, bajo la influencia de Cristo en su hogar, miró hacia dentro de sí mismo, reconoció la maldad de su corazón y se arrepintió. Así la justicia llegó a su vida y seguramente se propagó a su entorno.

Una realidad similar expresa la conocida parábola del publicano y el fariseo, quienes oraban al mismo tiempo en el templo judío. El fariseo se elogiaba a sí mismo mientras menospreciaba a otros. Su conducta no le reportó ningún beneficio moral ni espiritual, ni impactó positivamente en su comarca.

En cambio, el publicano, otro recaudador de impuestos para Roma, consideró su propia mala conducta, se arrepintió pidiendo misericordia divina y así la transparencia alcanzó su vida y se irradió a su comunidad.

El apóstol Pablo decía lo siguiente:

Por tanto, si alguno se limpia de estas cosas, será un vaso para honra, santificado, útil para el Señor, preparado para toda buena obra.” (2 Timoteo 2:21)

“Tú, en cambio, hombre de Dios….. esmérate en seguir la justicia…” (1 Timoteo 6:11)

 

Quiera Dios que todos tengamos el máximo celo en limpiar nuestras vidas, confesando nuestra maldad y apartándonos de ella con la ayuda de Dios, antes de lanzarnos a la caza de corruptos en la sociedad en la que nos toca vivir.

 

*Ps. Graciela Gares – Participa en la programación de RTM Uruguay que se emite por el 610 AM – Columna: “Tendencias” – Lunes 21:00 hs.

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