Eternos, pero ¿dónde?

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De la sección “Renovando el espíritu” del programa “Los años no vienen solos”.

Escuche aquí el programa:

Tomado de “tesoro digital

Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin”. Eclesiastés 3:11

De acuerdo al texto de Eclesiastés Dios nos ha creado para ser eternos. Desde el momento que nacemos comenzamos a existir, y de allí en adelante jamás dejaremos de existir: “Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin“. Por esta razón es importante que cada uno de nosotros comprendamos bien todo lo relacionado a este tema porque de ello depende la eternidad.

Sabemos que la vida terrenal es corta. Dios dice: «No sabéis lo que será mañana. Porque ¿qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece» (Santiago 4:14). La muerte es «una sola vez», no hay reencarnación, y el juicio que viene después de la muerte es seguro y severo. La Palabra de Dios dice que «está establecido para los hombres que mueran una sola vez y después de esto el juicio» (Hebreos 9:27). La Biblia dice que después de la muerte viene el juicio y ya no habrá tiempo para arrepentirse. Tenemos sólo esta corta existencia para reconocer a Dios como Creador y Salvador de nuestras vidas. 

Una vez alguien preguntó: “¿A qué distancia está la muerte del hombre?”… La respuesta: “Apenas a un paso”. Nadie en este mundo puede asegurar que mañana estará vivo no importa si es joven o adulto mayor. 

Entonces, si la muerte está tan cerca es bueno preguntarnos dónde pasaremos la eternidad. 

Muchos dicen que no creen en nada después de la muerte, pero es un decir, y quizás no es cierto, porque a estas mismas personas que dicen que no hay nada más allá de la muerte, tal vez les da miedo, y tratan de evitarla. Otros dicen que creen en el cielo y en el infierno, pero desafortunadamente no se preocupan mucho por cuál de los dos sitios será el suyo. Se desvelan más por los setenta años o poco más de esta vida, aunque saben que por larga que sea esta pequeña vida, es solo un momento de la eternidad. 

Detengámonos a pensar con cordura lo que significa una eternidad de alegría perfecta. «Bueno», quizás estás diciendo: «yo creo en Dios. No hago mal a nadie y vivo lo mejor que puedo, más o menos. ¿Qué más puedo hacer?» 

Dios tiene una respuesta.

Está bien creer en Dios, no hacerle mal a nadie y hacer las cosas lo mejor que se pueda, si uno verdaderamente vive así. Sin embargo, según la Palabra de Dios, eso no puede llevarnos al cielo. Aun los demonios creen en Dios: “Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan.” Santiago 2:19. Así que no le hacemos a Dios ningún favor creyendo que Él existe, porque esto es verdad, lo creamos o no. 

Dios no estableció «buenas obras» como el camino al cielo. Efesios 2:8,9 “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.”  Tito 3:5: “nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo…” Estos pasajes lo dejan clarísimo. Ni la iglesia, ni el bautismo, ni la santa cena, ni las ofrendas, ni las buenas obras pueden ayudarnos a merecer la vida eterna. Si en algo de eso hemos puesto nuestra confianza, no estamos preparados para la eternidad.

Dios nos explica en su Palabra cómo prepararnos para la eternidad. Nicodemo, un hombre importante entre los judíos, fue una noche a hablar con Jesús, quien le dijo: «De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios» (San Juan 3:3). Y aquel le preguntó a Jesús: « ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?» (San Juan 3:4). La respuesta de Jesús fue: «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo» (San Juan 3:6,7).

¿Hemos nacido de nuevo? No es una ceremonia de la Iglesia. Es una conversión, de una vez para siempre, y a la vez es un renacimiento espiritual que decidirá nuestro destino eterno. Sin esto, no estamos preparados, y la eternidad viene, se acerca a nosotros a la velocidad de 60 minutos cada hora y 60 segundos cada minuto. No nos sobra tiempo. Nunca sabemos cuál puede ser nuestra última oportunidad. 

Y en cuanto a eso de no hacer mal a nadie, bueno, seamos un poco más honestos. No somos perfectos, ni mucho menos. Leamos en el Evangelio de Marcos 7:20 a 23 y observemos lo que Dios ve en nuestro corazón: «Pero decía, que lo que del hombre sale, eso contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre.»  Busquemos y leamos Romanos 1:22 a 32, y veremos cómo Dios describe no sólo el corazón, sino los hechos de los hombres:

«Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén. Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas; pues aun sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza, y de igual modo también los hombres, dejando el uso natural de la mujer, se encendieron en su lascivia unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la retribución debida a su extravío. Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen; estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia; quienes habiendo entendido el juicio de Dios, que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que también se complacen con los que las practican.…».

¿Podremos insistir en decir que no hemos hecho mal a nadie después de leer esto? Si continuáramos afirmándolo cometemos el mal de llamarle a Dios mentiroso, así que no nos vale más decir que no hemos hecho mal. 

Sabemos que esto es incómodo, pero es necesario saber la verdad. ¿Para qué nos vamos a mentir y engañar como tantos ya han hecho, diciéndonos que somos buenos y que no hay nada que temer? Si creemos eso, nuestras propias opiniones y filosofías nos abandonarán en los portales de la muerte, cuando pasemos a la eternidad. 

Debemos reconocer que lo que Dios dice en su Palabra es verdad. Él dice que somos pecadores perdidos, seamos incrédulos, agnósticos, ateos o aun muy religiosos. «No hay justo, ni aun uno … por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:10, 23); «Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque» (Eclesiastés 7:20). 

Así que, si vamos a prepararnos para la eternidad, que está más cerca a medida que vivimos nuestros años, debemos arrepentirnos de nuestros pecados. La Biblia dice que: «Dios … ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (Hechos 17:30). Jesucristo dijo: «Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente» (San Lucas 13:3). Él no decía lo que muchos dicen hoy, que Dios tendrá misericordia de todos. ¡No creamos esas mentiras!

Pensemos por un momento lo que nuestros pecados le han costado a Dios. Fue por nuestros pecados, los tuyos y los míos, que Dios, el Creador y Rey del universo, dejó su trono en los cielos. Por medio del milagro de la encarnación, el Altísimo bajó a la tierra en la persona del Señor Jesús para sufrir, derramar su sangre y morir en la cruz del Gólgota, para tomar en su seno el juicio divino contra nuestros pecados, abriendo así el camino para libramos de la esclavitud del pecado y de la muerte y llevarnos con Él a su gloria eterna: «En esto hemos conocido el amor (de Dios), en que Él puso su vida por nosotros» (1 Juan 3:16).

Entonces, debemos creer con todo nuestro ser — intelecto, emociones y voluntad — ­confiar personalmente en este Señor Jesucristo que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Confiemos total y únicamente en Él, no en iglesias, santos, credos y sacramentos. Esto es más que creer intelectualmente que un dato histórico es verdad; es recibir al Señor Jesucristo en el corazón para que Él reine en nosotros como Señor y Salvador.

 El Apóstol Juan dice así del Señor Jesús: «A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (San Juan 1:11 12).

Así que, cuando le abrimos el corazón al Señor Jesús y le entregamos confiada y solamente a Él nuestra vida, recibiéndolo como Señor y Salvador personal, Dios promete perdonar nuestros pecados y salvarnos, dándonos vida eterna a partir de ese momento, con la esperanza segura de estar en el cielo con Jesucristo inmediatamente después de esta vida. El Apóstol Pablo dice: «ausentes del cuerpo, presentes con el Señor». ¡Dios nos ofrece una eternidad feliz con su propia presencia, sin purgatorios, sin yacer inconscientemente en tinieblas, sin reencarnación para tratar de hacerlo mejor en otra vida!

Por la autoridad de la Palabra de Dios, podemos saber dónde pasaremos la eternidad. El Apóstol Juan, inspirado por Dios, dice: «Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna» (1 Juan 5:13). Y Jesucristo promete: «De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida» (San Juan 5:24). 

Considere ahora cómo Dios le ofrece esta promesa. No dice «tal vez» ni «si sigues haciendo bien, un día podrías pasar de muerte a vida», ni «nadie sabe», ni nada de eso. La Palabra de Dios dice que el que cree, que es depositar la fe en Jesucristo, «ha pasado de muerte a vida». ¡Ya! ¡Esta es la persona que está preparada para la eternidad!

¿Quiere ser tan feliz y estar tan seguro? Ahora mismo puede, si quiere.

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