El show debe continuar – Parte 1

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Por: Dr. Álvaro Pandiani

La teología cristiana atribuye la condición miserable de la raza humana al pecado, como acto y como estado de alienación con respecto a Dios. Este estado de pecado se inicia en el llamado pecado original, cometido por la primera pareja humana según el libro del Génesis; el mismo se interpreta como un acto libre de desobediencia del ser humano al mandato positivo de Dios de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, colocado en el hábitat primordial por la necesidad de someter al hombre a una prueba que perfeccionara su carácter moral.

Es posible profundizar en lo que se esconde tras ese acto de desobediencia, y hurgar sus motivos, procurando sacar a luz la verdadera causa de la desobediencia a Dios. Esta causa es la misma que ha ocasionado tantos males provocados por el hombre en perjuicio del hombre a lo largo de milenios, y es también el origen de la persistente rebeldía del ser humano contra Dios: el orgullo indómito, la soberbia insufrible, el afán de poder.

El conocimiento ha sido siempre una fuente de orgullo, y paralelamente es un medio de alcanzar poder. El ser humano es un animal racional, y como tal, el uso de su inteligencia, que le valió la supremacía y dominio sobre el resto de los seres vivientes, es también un instrumento para que unos hombres se eleven sobre otros hombres, convirtiéndose en señores respetados y temidos. Los hechiceros de las tribus primitivas son un primer eslabón en la cadena que se inicia en los comienzos de la civilización; aquellos que presumían poseer un conocimiento secreto de la naturaleza, y aun de las potencias supernaturales, accedían a una posición de prestigio e influencia sobre la comunidad, ganando ascendencia incluso sobre el cacique o jefe de la misma.

Esta situación se complicaba a partir de su sencillez primitiva, conforme corría el tiempo y las culturas progresaban a estadios mas avanzados de civilización. Cualquiera que ha estudiado historia a un nivel secundario sabrá de las castas sacerdotales egipcias, babilonias, y de otras culturas antiguas; grupos cerrados cuyos privilegios se trasmitían en forma hereditaria, y que tenían asegurada una determinada posición social. Y esto a cambio de ser los detentores del conocimiento intelectual y pseudocientífico de cada época, mezclado con la magia, el ritual pagano y la superstición.

Conforme la humanidad se volvió mas civilizada, el liderazgo basado exclusivamente en la habilidad para el ejercicio de la fuerza bruta cedió lugar a la autoridad que surge de la posesión del conocimiento, la practica de la ciencia, el uso del pensamiento y el desarrollo intelectual.

El privilegio de las castas sacerdotales del paganismo tenía en los tiempos bíblicos su paralelismo en el sacerdocio hereditario de Israel. En éste sin embargo, el sacerdote tenia un noble propósito, además de su función como intercesor y mediador entre Dios y el pueblo: la tarea de enseñar al pueblo la ley de Dios (Deuteronomio 31:9a, 10a, 12; Nehemías 8:2,3). Es decir que la religión del Israel primitivo tenía la singularidad de ser una fe que prescribía la instrucción general del pueblo. Cabe pensar que la situación ideal era que todo israelita supiera leer y escribir, para procurarse una copia personal de la Palabra de Dios y con ella instruir a su familia, lo que estaba claramente estipulado (“… pondrán estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma… las enseñarán a vuestros hijos, hablando de ellas cuando te sientes en tu casa, cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes”; Deuteronomio 11:18a, 19).

Contrasta con esto la actitud de ese mismo cuerpo sacerdotal judío en tiempos de Jesús, el cual utilizaba sus privilegios religiosos para elevarse por encima del pueblo común (“esta gente que no sabe la ley, maldita es”; Juan 7:49). Semejante actitud les valió la abierta condena de Cristo: “¡Ay de ustedes, interpretes de la Ley! Porqué han quitado la llave de la ciencia; ustedes mismos no entraron, y a los que entraban se lo impidieron” (Lucas 11:52).

De la misma manera, la religión cristiana y la Iglesia son un ámbito donde el conocimiento otorga prestigio y poder. Esto es obviamente una flagrante contradicción de los ideales de Jesús respecto a la compañía de sus seguidores, según están expresados en el Nuevo Testamento; además, dado que los ideales de Jesús no eran los sueños de un visionario extraviado, sino que constituyen la voluntad de Dios para el cristiano y la Iglesia hoy, infringir dichos principios, fundamentalmente la humildad y el amor mutuo, atenta contra la salud espiritual del individuo y hace peligrar la integridad de la Iglesia. De la historia eclesiástica recogemos el ejemplo de cómo la súper elaboración de la estructura de la Iglesia elevo a determinados hombres al status de altos dignatarios, manteniendo aún hasta el día de hoy en el caso del sumo pontífice católico romano, el papa, la cualidad de jefe de estado y hombre publico a nivel internacional.

Por otro lado, el sistema eclesiástico de las Iglesias Cristianas Evangélicas está conformado de tal manera que eleva, concedamos que involuntariamente, a algunos hombres y mujeres a posiciones rayanas en una suerte de estrellato religioso. Las grandes concentraciones, las cruzadas masivas de evangelización, las reuniones evangélicas que llegan a congregar a miles o decenas de miles de personas; los anuncios multicolores con grandes fotografías y títulos grandilocuentes, que se repiten amplificados en presentaciones verbales cada día y desde cada púlpito o tribuna; y la actividad del periodismo cristiano evangélico, que en revistas impresas o electrónicas de excelente presentación y con fotografías a todo color lanza a la altura de trascendencia internacional los nombres de predicadores, pastores, evangelistas, misioneros, músicos y cantantes; todo esto crea un firmamento de grandes personajes que llegan a convertirse en punto de referencia para los innumerables cristianos “comunes”; es decir, aquellos que no son miembros de esta sagrada elite. El mecanismo de esa elevación en general es coherente con los principios enunciados en el Nuevo Testamento en cuanto a las cualidades de mayor valor intrínseco (si bien puede resultar curioso a alguien no familiarizado con el pensamiento cristiano, y obviamente contrario a la escala de valores del mundo). Si las cosas se hacen bien (es decir, si se hacen como esta escrito en la Biblia), nadie en una comunidad cristiana despegará hacia posiciones de influencia, prestigio, popularidad o poder, en virtud de ser un individuo rico, adinerado o perteneciente a una clase social privilegiada.

El apóstol Santiago escribió lo siguiente: “Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas. Porque si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y con ropa espléndida, y también entra un pobre con vestido andrajoso, y miran con agrado al que trae la ropa espléndida y le dicen: Siéntate tú aquí en buen lugar; y dicen al pobre: Estate tú allí en pie, o siéntate aquí bajo mi estrado; ¿no hacen distinciones entre ustedes mismos, y vienen a ser jueces con malos pensamientos?”; 2:1-4).      De igual modo tampoco un titulo universitario, un doctorado, o la condición de hombre sabio y letrado, versado en las ciencias y las letras seculares, valdría para alcanzar aquellas posiciones (“Nadie se engañe a si mismo; si alguno entre ustedes se cree sabio… hágase ignorante, para que llegue a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios”; 1 Corintios 3:18,19a). Tampoco los gobernantes y altos dignatarios son considerados, en virtud de su condición, grandes dentro de la iglesia (“… Jesús, llamándolos, dijo: Saben que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre ustedes no será así”; Mateo 20:25,26a).

La absoluta indiferencia de Dios hacia la posesión de honores, títulos o abundancia de bienes materiales por parte de algunos seres humanos, su negativa a dejarse impresionar por aquellas cosas por las que se impresionan las personas, su obstinada renuencia a mostrar favoritismos o parcialidad de ningún tipo, su insistencia en no hacer acepción de personas, redundan en la muy saludable igualdad de oportunidades en el área espiritual, y sobre todo, en que su amor incalculablemente misericordioso y perdonador alcanza a todos por igual. El mecanismo de la elevación parte de la elección de Dios, y de su actividad espiritual poderosa respaldando en forma potente la tarea, misión o comisión que al individuo le fue encomendada por el mismo Dios.

¿Cuál es la contraparte que depende del ser humano en ese despegue, mucho menos importante pero igualmente imprescindible? En primer lugar, una receptividad humilde y abierta a todos los valores y todas las enseñanzas que provienen de Dios a través de la Biblia, por medio del Espíritu Santo. También, una permanente disposición a aceptar la soberana voluntad de Dios, y su señorío sobre nuestra vida. Un afán de superación moral que lleve al auto examen, al arrepentimiento inteligente y al anhelo de pureza interior que eleva el alma humana a la más transparente relación con el Señor (“Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios”; Mateo 5:8). No debemos olvidar la humildad, quizás como una cualidad capital; humildad en el aspecto intelectual (“…hermanos, cuando fui a ustedes para anunciarles el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre ustedes cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado”; 1 Corintios 2:1,2); y humildad en el aspecto moral (“…Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero”; 1 Timoteo 1:15b).

Otra particularidad es la dependencia de Dios, y el público reconocimiento de la misma. San Pablo dijo: “por la gracia de Dios soy lo que soy”; (1 Corintios 15; 10a).

Y por encima de todo debe estar la mas importante de las cualidades, que también se aprende de Dios, que se ve en el monumental ejemplo de Cristo, y que halla cabida en corazones humanos preparados por la operación del Espíritu Santo: el amor; un amor inflexible, obstinado, sufrido; un amor compasivo, sacrificial; un amor que “no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta… nunca deja de ser” (1 Corintios 13:5-8a).

Muchas “estrellas sagradas” que brillan en el firmamento espiritual del reino de Dios, están allí porque Dios allí los ha puesto; y allí se mantienen porque Dios los tiene por dignos de tal posición. Pero esta situación da lugar a dos consecuencias, sobre las que es necesario profundizar. Tal haremos en la semana próxima.

Continuará en la segunda entrega…

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

1 Comment

  1. miguel dice:

    Dr. Álvaro Pandiani le agradezco su respuesta y guía, también muy interesante estos artículos, y ciertamente el mensaje de la palabra de Dios siempre nos mueve y sentimos que nunca terminaremos de aprender. Muchas gracias, que Dios le Bendiga.

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