El ser cristiano en los albores de la era cristiana – Parte 2

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Por: Dr. Alvaro Pandiani*

Terminamos la primera entrega de este ciclo hablando del amor, la fe y la entrega a la persona de Jesucristo, antes que la religión que impone la obediencia a un reglamento eclesiástico, como la motivación principal de la vida de los primeros cristianos.

Pero también es cierto que había un patrón de vida piadosa y consagrada que constituía un modelo, ya que en algo el cristiano se diferenciaba del pagano, más allá de aquello que constituía la experiencia subjetiva de fe, y del hecho de no concurrir a los templos paganos a practicar la idolatría. El apóstol Pedro escribe palabras muy significativas al respecto: “Baste ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los gentiles, andando en lascivias, placeres, borracheras, orgías, disipación y abominables idolatrías. A éstos les parece cosa extraña que ustedes no corran con ellos en el mismo desenfreno de disolución, y los ultrajan.” (1 Pedro 4:3,4). Se entiende del segundo párrafo que la conducta pública de los cristianos era notoriamente diferente a la del resto de las personas. Según Pedro, esa diferencia era tan aguda que los paganos los veían como seres extraños; y, tal vez por sus conciencias culpables, o indignados porque los cristianos pretendían establecer una distinción, u ofendidos por lo que consideraban falta de solidaridad con la vida y costumbres socialmente aceptadas, reaccionaban contra los mismos. Las costumbres y prácticas socialmente aceptadas se desprenden de la lista de Pedro, que puede completarse con otras contenidas en diversas partes del Nuevo Testamento (1 Tesalonicenses 4:2-12; Efesios 4:17-5:7; Colosenses 3:5-15), y que está refrendada por la historia del Imperio Romano, aún en su apogeo.

Por contraparte, las recomendaciones y mandatos positivos que constituirían los cimientos de un modelo conocido como el andar cristiano, una conducta de vida digna de Cristo, tenían como objetivo imitar el modelo supremo dado por Jesús de Nazaret durante su vida, tal como los apóstoles enseñaron con insistencia a lo largo de las décadas, y era la meta del cristiano de aquellos días: “Sean imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Corintios 11:1); “El que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6); “… que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:13).

Pero este andar cristiano no se basaba en el esfuerzo personal, o no sola ni exclusivamente en el esfuerzo particular por lograr una reforma, para conformar el carácter a un cierto patrón de principios morales. La fuente del andar cristiano era interior: la regeneración, una operación del Espíritu Santo, iniciada en la conversión, y continuada a lo largo del tiempo. El fervor espiritual de los primeros cristianos fue notable; se evidenciaba en la historia de la iglesia del período apostólico (“Cuando terminaron de orar, el lugar en que estaban congregados tembló, y todos fueron llenos del Espíritu Santo y hablaban con valentía la palabra de Dios”; Hechos 4:31); y también en la doctrina (“… el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu”; Gálatas 5:22, 23,25).

Este fervor fue jalonado por señales milagrosas que cooperaron en la diseminación del mensaje del  evangelio. Aquel fervor espiritual era fruto consciente de la participación de Dios en las cosas cotidianas de aquellos que por la fe en Cristo habían llegado a ser sus hijos. Impulsó la extensión de la iglesia, expandiendo el cristianismo por el Imperio Romano (Hechos 13:1-4); dio lugar a una forma de adoración eminentemente espiritual, en el sentido de prescindir tanto de objetos externos de culto, como de formas o ritos prefijados; como consecuencia de esto último, favoreció en ocasiones cierto desorden en los cultos cristianos (1 Corintios 14). Pasados los años hacia las postrimerías de aquel siglo, parece haber decaído, o por lo menos escuchamos menos del mismo.

No obstante, leemos en la Primera Epístola del apóstol Juan, redactada aproximadamente entre los años 85 y 90 de aquel siglo: “… la unción que ustedes recibieron de él permanece en ustedes y no tienen necesidad de que nadie les enseñe; así como la unción misma les enseña todas las cosas, y es verdadera, y no es mentira, según ella les ha enseñado, permanezcan en él.” (2:27). Al retroceder hasta el versículo 20 nos encontramos con la expresión “la unción del Santo”, que muy plausiblemente se refiere en forma específica al Espíritu Santo; con el contexto de otra expresión del Nuevo Testamento en que la unción concretamente se refiere a la recepción del Espíritu Santo (2 Corintios 1:21,22), y en el marco de la propia enseñanza de Juan en su Primera Epístola, en la que insiste sobre la presencia del Espíritu Santo en el creyente (3:24; 4:13), no llama la atención la naturalidad con que Juan habla de una experiencia espiritual de carácter sobrenatural y permanente en los cristianos; una experiencia consistente en una actividad didáctica continua del Espíritu Santo, más allá de los medios humanos de aprendizaje y transmisión del conocimiento. Con esto Juan verbaliza el cumplimiento de una de las operaciones del Espíritu Santo, anunciada por Jesús y que solo él, Juan, registra en su evangelio (Juan 14:26; 16:13).

Lo que sí llama la atención es que dicha expresión aparezca en el período de la iglesia apostólica tardía, después de Nerón y la gran persecución de los años sesenta de aquel siglo, cuando habían ya desaparecido Pedro y Pablo, y la mayoría de los demás apóstoles; cuando el historiador Lucas también había desaparecido de la escena, y su pluma ya no nos relata las vicisitudes del desarrollo y extensión del cristianismo. Y cuando ya nada oímos de otros personajes prominentes de la primera etapa de la Iglesia del Nuevo Testamento, tales como Santiago el hermano del Señor, Timoteo, Bernabé, Tito, Silas o Marcos. Un período en que un piadoso y protector manto de silencio pareció tenderse sobre esos cristianos ahogados en sangre y lágrimas por el césar Nerón, pero durante el cual continuaron el trabajo silencioso de extender en forma constante el mensaje de Cristo, y durante el cual Juan se elevó a la preeminencia. Siguiendo adelante en el Nuevo Testamento, llegamos al último libro, también de la autoría del apóstol Juan, como es habitualmente aceptado. Allí vemos que Juan refiere estar en cierta ocasión “en el espíritu” (Apocalipsis 1:10). Pero también vemos la otra cara, la condición de la iglesia, a través de las recomendaciones, exhortaciones y reprensiones que el profeta dirige a las iglesias: “… tengo contra ti que has dejado tu primer amor. Recuerda, por tanto, de donde has caído, arrepiéntete y haz las primeras obras” (2:4,5a); “Acuérdate, pues, de lo que has recibido y oído; guárdalo y arrepiéntete” (3:3a); “… por cuanto eres tibio y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Tú dices: yo soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad. Pero no sabes que eres desventurado, miserable, pobre, ciego y estás desnudo” (3:16,17).

Como corolario tenemos la invitación, reiterada siete veces, que ya hemos mencionado: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (2:7). Que entre otras cosas también puede ser: no dejar que la vida espiritual de la iglesia se apague. Grito agónico postrero del último de los discípulos de Jesús de Nazaret, que encontraría dispar respuesta en los cristianos de siglos aún por venir.

 

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

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