El cuerpo amado de la persona amada

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Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Numerosas publicaciones periódicas contienen consejos y recomendaciones para recuperar la salud y/o mantenerse saludables. Dietas, rutinas de ejercicio, hábitos sanos, cosas a evitar tales como algunos tipos de comidas, bebidas y por supuesto drogas – legales o ilegales – y recetas de frutos o infusiones no tradicionales, con algún sorprendente efecto sobre la salud. Distintos lemas acompañan estas publicaciones – como estímulo para la adopción de costumbres saludables – algunos referidos directamente al cuerpo, como por ejemplo “sana tu cuerpo”, “tu cuerpo es el reflejo de tu estilo de vida”, “ama tu vida, cuida tu cuerpo”, y el que más me llamó la atención, cuando se escuchó por televisión hace pocos años: “tu cuerpo es tu vida”. 

Decir “tu cuerpo es tu vida” puede tener varias lecturas. Es una expresión reduccionista, desde el momento que parece expresar que el todo de la vida del ser humano se limita a lo que pueda experimentar el cuerpo: sensaciones, satisfacción de apetitos y goce de placeres corporales, dejando de lado la dimensión de lo intelectual, emocional, moral y espiritual. Desde este último punto de vista, el de la vida espiritual, la aseveración “tu cuerpo es tu vida” me resultó un poco irritante, ya que los cristianos apegados a la Biblia identificamos vida con vida del espíritu, vida eterna, Dios como autor de la vida, y sobre todo con Jesucristo, quien afirmó categóricamente “Yo soy la vida” (Juan 14:6). Sin embargo, la expresión “tu cuerpo es tu vida” es muy cierta – más aún, es demoledoramente exacta – cuando nos referimos a la vida en este mundo, que en definitiva es la vida que conocemos, la vida que sufrimos o disfrutamos – a veces lo uno, a veces lo otro – y porque es en esta vida que están puestos la mayoría de nuestros sueños, de nuestros proyectos y nuestras expectativas de futuro. La realidad de una vida eterna en el cielo, en el paraíso o en la presencia de Dios, es una esperanza fundada en la fe puesta en Jesucristo y en las Sagradas Escrituras de la Biblia; y por muy firme que sea nuestra confianza en esa eternidad gloriosa de los redimidos junto a Jesús, es una esperanza para un futuro ultraterreno, y es nuestra esperanza, es decir, de los creyentes; solo de quienes decidieron poner fe en el evangelio de Cristo, no de los incrédulos que han rechazado ese evangelio. Para los tales, esta vida lo es todo – como a veces escuchamos decir a las personas sin fe: el cielo y el infierno están en esta tierra – y esta vida depende de la fuerza vital y la salud del cuerpo.

Quizás una afirmación que suena como si hubiera sido dicha “al pasar” – si se permite usar esa expresión – defina en forma muy resumida el concepto bíblico de la muerte. El apóstol Santiago, al procurar ilustrar la necesaria unión entre la fe salvadora y las obras – o acciones fruto de esa fe – expresa: “como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Santiago 2:26). Así que, las obras deben estar unidas a la fe, para que haya evidencia de esa fe, como el espíritu tiene que estar unido al cuerpo para que haya vida. Ahora, ¿por qué Santiago utiliza un ejemplo tan esotérico para ilustrar la necesaria unión de la fe y las obras? Porque era creencia común que la separación entre el cuerpo y el espíritu se daba en el momento de la muerte. En otras palabras, la muerte física implica la separación de cuerpo y espíritu, sea que entendamos el espíritu como energía vital dada por Dios (como se desprende de, por ejemplo, Génesis 2:7: “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente”; y de Ezequiel 37:9: “Espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y vivirán”); o sea que entendamos el espíritu como el asiento de la personalidad del individuo, que pervive a la muerte (como se expresa en 2 Corintios 5:6 – 8: “entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”; y también en Filipenses 1:23: “de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor”). Pero esa separación de cuerpo y espíritu no es voluntaria – ¡obviamente, no se da cuando uno quiere! – a diferencia de lo que afirman desde las tiendas de los esotérico y paranormal quienes practican la excursión del alma (abandonar transitoriamente el cuerpo físico para desplazarse en una dimensión espiritual). La Biblia afirma que el espíritu sale cuando el cuerpo muere; la literatura sapiencial del Antiguo Testamento habla del trance de la muerte como el momento cuando “el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio” (Eclesiastés 12:7). Por lo tanto y según la Biblia, la única manera de lograr en forma voluntaria esa separación de cuerpo y espíritu es el suicidio, dañar el cuerpo de modo de provocar la muerte; algo que no tiene marcha atrás, y no es recomendable.

Así que de la salud del cuerpo, de su bienestar físico, depende la vida en este mundo. Las enfermedades y las heridas graves, cuando conducen a la muerte, expulsan el alma hacia un más allá que es una gran interrogante; para algunos la nada, para otros un mundo de ultratumba desconocido, para los cristianos cielo o infierno, según las decisiones morales hechas en esta vida. Un pasaje curioso del Nuevo Testamento afirma: “nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia” (Efesios 5:29). Por carne en este contexto debe entenderse cuerpo, el cuerpo físico, sin esa connotación moral que tiene en otras partes del Nuevo Testamento, como la naturaleza humana pecaminosa, o la naturaleza carnal sujeta a bajas pasiones; por ejemplo: “las obras de la carne” (Gálatas 5:19), y también “no satisfagáis los deseos de la carne” (Gálatas 5:16). Así que cuando Pablo escribió acerca de sustentar y cuidar la carne se refería al cuerpo físico, y en su propia vida mostró ejemplo de esto. Sustentar y cuidar implicó para él la autopreservación, evitando los accidentes y las situaciones peligrosas, como vemos que hizo al alejarse de la oposición violenta en la ciudad de Iconio (14:6), o también como cuando Pablo aconsejaba no navegar por el Mediterráneo al principio del invierno (Hechos 27:9, 10). Pero sustentar y cuidar el cuerpo asimismo implicó para Pablo el cuidado de la salud, algo que los antiguos también practicaban cuando podían, siguiendo consejos basados en los conocimientos y las creencias médicas de la época, como se evidencia, por ejemplo, en la recomendación contenida en 1 Timoteo 5:23, donde el apóstol le dice a su discípulo: “Ya no bebas agua, sino usa de un poco de vino por causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades”. Cuando comentamos este mismo pasaje bíblico de Efesios 5:29 en el artículo Fe y salud: un tema permanente, una oyente dejó un comentario en el que, entre otras cosas, nos contaba: “Yo recibí un buen rezongo por tomar la medicación que me manda el médico”. La situación planteada por esta persona ya tenía su respuesta en el mismo artículo, pues habíamos dicho: “¿Cómo no entendemos que, según Efesios 5.29, la forma en que el cristiano cuida su salud es figura de cómo Cristo cuida a la Iglesia? ¿Qué ejemplo damos acerca del cuidado de Cristo por su Iglesia, si no cuidamos nuestra salud?”. Por supuesto, a diferencia de las personas sin fe, el cristiano evangélico no hará – no debe hacer – del cuidado de la salud del cuerpo el centro de su vida; por supuesto que cultivar la fe y los valores espirituales, y crecer cada día en la fe y el conocimiento de Jesucristo y su Palabra, y por supuesto que ser cada día lleno de la unción y el poder del Espíritu Santo, y por supuesto que todos los porsupuestos espirituales que todos los evangélicos conocemos, son la prioridad en nuestro crecimiento y avance en el camino del evangelio, al que Jesús nos llamó. Pero eso no significa, no puede ni tiene por qué significar, descuidarse y no hacer la parte que a cada uno corresponde en la preservación de un buen estado de salud física.

El cuidado de la salud se ha vuelo tema preponderante en nuestra cultura actual, fruto de un formidable avance en el conocimiento médico, fundamentalmente en la identificación de las causas de muchas enfermedades graves que amenazan la vida, y en cómo prevenirlas mediante la buena alimentación, el ejercicio, el abandono de hábitos nocivos como el consumo de sustancias, el combate al estrés, y el concurrir en forma periódica a una consulta de medicina preventiva para conocer cabalmente el propio estado de salud. Pero el cuidado de la salud se vuelve asunto obsesivo, en la prevención y combate de enfermedades – por medio de la medicina científica y también de medicinas alternativas de todo tipo – en aquellas personas que en realidad procuran retrasar, o detener – o incluso revertir – un proceso natural del ser humano: el envejecimiento. Y al decir detener o revertir el envejecimiento, significa en un sentido biológico – si fuera posible – o al menos en lo estético. Muchos de los consejos y recomendaciones para mantenerse saludables, contenidos en publicaciones periódicas sobre el tema, apuntan en última instancia a prolongar un estado saludable como el de la juventud. Ser joven, o al menos parecerlo, resulta muy importante para aquellas personas para quienes su cuerpo es su vida; es decir, gente para la cual lo más trascendente es tener una buena figura, esbelta o escultural, o atlética, que vestida con buenas ropas de marca se vea moderna y elegante, con hermosos peinados, rostros frescos y sonrientes, de cutis terso y sin arrugas. En otras palabras, todos queremos ser modelos top. Recuerdo un cartel publicitario callejero, expuesto hace años en Montevideo, que mostraba una modelo muy joven y hermosa y promocionaba una crema rejuvenecedora con la frase: “para sacarse cinco años en un instante”. ¿Por qué estas, más que mentiras, exageraciones publicitarias? Porque es habitual asociar la juventud con la belleza, y también con el vigor, la salud, la alegría y la esperanza de una vida larga y fructífera. La juventud es una época promisoria de la vida. Pero conforme pasan los años la belleza se deteriora, a medida que vienen las arrugas y el exceso de peso; el vigor disminuye y las capacidades y habilidades atléticas – o por lo menos la posibilidad de realizar movimientos ágiles y esfuerzos sostenidos – se van perdiendo; la alegría se hace esporádica, entre preocupaciones e infortunios – cuando no es apagada por culpas, remordimientos, odios y rencores – y las esperanzas muchas veces quedan en logros no alcanzados y frustraciones.

Un aspecto importante a destacar en este tema del cuerpo, salud, juventud y belleza, tiene que ver con el amor de pareja. Juventud, belleza y amor se unen en los productos románticos que nos entregan el cine y la televisión, desde producciones de Hollywood hasta culebrones latinoamericanos, e indudablemente influyen en las ideas, imágenes y anhelos de jovencitas – y seguramente también de muchos varones – que sueñan, cada género a su manera, con vivir un romance “de novela”. Cuando somos jóvenes casi todo entra por los ojos, y eso incluye, muy a menudo, el amor. El amor entra por los ojos. ¿Cuál amor? El que nos unirá a la persona con la cual soñamos compartir nuestra vida en matrimonio; una unión que, según las esperanzas más tradicionales, será “para toda la vida”. La belleza y el atractivo físico atraen a la otra parte – y esto es más acentuado en el varón respecto de una chica – y esa atracción favorecerá el estar juntos, conocerse, entenderse, y finalmente enamorarse, o no. Pero aún en aquellas parejas que perdurarán unidas a través de toda la vida, durante los años de la juventud la atracción física y el componente sexual de la relación, tendrán una parte preponderante.

¿Qué ocurre cuando pasan los años, y la fresca hermosura física de la juventud va deteriorándose por el paso del tiempo? ¿Qué sucede con el amor, cuando esa prístina belleza juvenil comienza a marchitarse, golpeada por un estilo de vida y un ambiente adversos para la salud y el bienestar del cuerpo? Estilo de vida y ambiente adverso que pueden ser fruto de una decisión de vida, como tener malos hábitos y vicios libremente elegidos por ser moda y porque la publicidad nos los vendió como “la mejor onda”; o que pueden haber sido la única opción para la persona – por ejemplo, un trabajo peligroso o nocivo – por razones de diverso tipo, pero fundamentalmente por motivos económicos. ¿Y qué, cuando ni los procedimientos médicos estéticos, sólo accesibles para quienes pueden pagar mucho, logran ocultar el inexorable paso del tiempo, y de la hermosura de la juventud sólo queda un vestigio, una débil huella, o ni eso? ¿Qué pasa con el amor cuando el cuerpo esbelto se pone grueso, cuando los músculos firmes y bien formados que antes atraían – sean bíceps o glúteos – se reducen y reblandecen, y otras partes se agrandan, notoriamente el panículo adiposo de la pared abdominal, es decir, la barriga, la buzarda, el mondongo, la panza? ¿Y cuando el rostro juvenil se llena de surcos, los labios sensuales se agrietan, y los ojos lindos – sean del color que sean – se rodean de arrugas, y miran con expresión tensa, agobiada y triste? ¿Qué, cuando el cuerpo bonito y deseable se va llenando de cicatrices, sean heridas por el trabajo, sean quemaduras por atender las tareas de la casa, o sean cirugías por el apéndice, la vesícula, las cesáreas o el cáncer de colon? ¿Sigue siendo el cuerpo amado de la persona amada, amada con un amor que perdura, aunque el lindo rostro y la escultural figura que nos entraron por los ojos directo al corazón décadas atrás, ya no sean los mismos?

Hace un tiempo atrás vi una imagen en el hospital donde trabajo que me quedó grabada: un anciano, pero bien viejito, empujaba una silla de ruedas en la que iba una viejita, también muy viejita. Podía ser su hermana, su prima, o hasta una vecina, pero probablemente fuera su esposa. No tengo idea de eso, ni de los entretelones de ese matrimonio, si era matrimonio; pero más allá de eso, la imagen invitaba a la imaginación, y sobre todo a pensar qué es lo que mantiene unidos a un viejito y una viejita bien ancianitos y arrugados. Qué mantiene unidos a un hombre y una mujer, cuando la juventud es sólo un recuerdo y la belleza física ha desaparecido por completo, por lo menos para los parámetros de nuestra cultura materialista, egoísta y sensual (porque en realidad hay una belleza particular en la vejez, pero ya no es apreciada). ¿Qué los mantiene unidos? Puede ser la costumbre, la falta de opciones, la necesidad económica, o alguna forma personal de compromiso asumido. Pero es agradable pensar que es el amor; un amor que habrá pasado por la atracción de la belleza física y el sexo en la juventud, pero que ha medida que pasaron los años y los cuerpos fueron envejeciendo y marchitándose, encontró la manera de perdurar. Un amor que evidencia una rica vida interior, donde lo emocional y quizás también lo espiritual tiene su lugar.

Dice en el libro de los Proverbios del Antiguo Testamento: “El corazón alegre hermosea el rostro” (15:13). Nuestra cultura actual, como en tantas otras cosas, equivoca el camino; preocupados por lo exterior, olvidan del todo lo interior. Ningún alma oscurecida por el pecado, la culpa, el desengaño, el fracaso y la desdicha lucirá jamás la belleza interior de un corazón lleno de la completa paz que trae el perdón, del gozo de la salvación, de la alegría de una esperanza que trasciende las fronteras de la vida y la muerte. Cosas que solo la fe en Jesucristo puede traernos, cuando creemos en Él.

Únicamente así, la belleza del alma resistirá el paso de los años.

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

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