Dime con quién andas…

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Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Refranes todos hemos oído, desde nuestra infancia. Crecimos viendo y oyendo a nuestros padres y abuelos, a tíos y vecinos, matizar la conversación con expresiones que tenían aire de sabiduría, y generalmente provocaban el asentimiento de los interlocutores. “A caballo regalado no se le miran los dientes”, decía la abuela en medio de la conversación; y el abuelo contestaba “Ah, sí”, y ahí quedaba resuelta la charla, o seguía por otros tópicos. Los refranes forman parte del habla popular; constituyen “una sentencia breve, cuyo uso es compartido por una comunidad, que promueve la reflexión, transmite una enseñanza o sirve como ejemplo”1. Con el paso del tiempo, y al escucharlos reiteradamente, fuimos comprendiendo su significado, y los incorporamos a nuestra conversación, en mayor o menor medida. La sabiduría popular contenida en los refranes, cuya autoría se desconoce, es antigua, sencilla, directa, y expresada en pocas palabras, porque a buen entendedor, pocas palabras bastan. La instrucción o enseñanza que brindan los refranes no permitirá tal vez llegar a altos puestos con buenas remuneraciones, pero sí ayuda a salir bastante bien librado de situaciones cotidianas complicadas, así que más vale pájaro en mano, que ciento volando. Refraneros hay en muchos idiomas, pero el refranero español es el más extenso; a eso cada región agrega sus propios dichos, máximas y proverbios, de modo que éramos pocos, y parió la abuela.

El refrán del título, en su forma completa, es: dime con quién andas, y te diré quién eres. De la antigüedad de este aforismo da testimonio el que aparezca citado en el capítulo 10 de Don Quijote de la Mancha, dicho por Sancho Panza, el escudero de Don Quijote, quien habla consigo mismo de la siguiente manera: “Este mi amo por mil señales he visto que es un loco de atar, y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: “Dime con quién andas, decirte he quién eres”2. En cuanto al significado, la enseñanza que este refrán trasmite, leemos lo siguiente: “Se puede deducir los gustos y aficiones de alguien por los amigos y ambientes que frecuenta. Del mismo modo, este refrán advierte de la gran influencia que ejerce en el comportamiento o en las costumbres de alguien las compañías de los demás, ya sean buenas o malas”3. La definición precedente advierte acerca de que la influencia de las compañías sobre un sujeto dado, pueden ser buenas o malas; para bien o para mal. Sin embargo, en el uso coloquial contemporáneo este refrán, cuando sale en una conversación, generalmente es utilizado para explicar la perversión de la conducta y las costumbres de un individuo. En otras palabras, si una persona dada, la persona en cuestión, anda con mentirosos, o con ladrones, o con borrachos, o con inmorales, o con corruptos, ha de ser de baja calaña, como ellos. Pocas veces o ninguna oímos aplicar este refrán a la persona que es honrada y decente, porque siempre supo elegir buenas compañías que ejercieron sobre la misma una influencia benéfica.

Es curioso que pueden rastrearse aforismos muy antiguos, mucho más antiguos que Don Quijote de la Mancha, que podrían considerarse antecesores de este refrán. Refiriéndose a la influencia, benéfica o no, de las buenas y malas compañías respectivamente, en el Antiguo Testamento se lee: “El que anda con sabios, sabio será; mas el que se junta con necios será quebrantado” (Proverbios 13:20); este proverbio, en la traducción DHH dice: “Júntate con sabios y obtendrás sabiduría; júntate con necios y te echarás a perder”. Y en el Nuevo Testamento, el apóstol Pablo escribe:Las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres” (1 Corintios 15:33), expresión que se considera era un refrán, en boga en el primer siglo de nuestra era, y que en la traducción DHH se lee de la siguiente manera: “Los malos compañeros echan a perder las buenas costumbres”. Si miráramos sólo estos dos pasajes bíblicos sobre el tema –que es lo que vamos a hacer– la mala influencia de las malas juntas aparece dos veces, frente a la buena influencia de las compañías que, cualquier persona con dos dedos de frente consideraría, “adecuadas”.

Ahora, el refrán dime con quién andas y te diré quién eres puede ser visto desde otro ángulo. No sólo la influencia que ejerce sobre una persona cierto tipo de compañías, sino también cómo esa persona se identifica con el grupo –con la clase de gente– con quienes se junta. Mirado así, el que anda con mentirosos, ladrones, borrachos, inmorales o corruptos, es porque ya lo es, y con ellos se siente identificado y a gusto. Además, ese es el juicio que en general hace la gente –vecinos, compañeros, amigos, familia– de quien anda en tales juntas; o esas amistades terminan corrompiéndote, o ya estás tan corrompido que con ellos estás cómodo. El punto es que esta forma de mirar el mundo, las personas y las relaciones humanas, llevada hasta el extremo, puede inducirnos a verlo todo en blanco y negro. Puede llegar a estimular una segregación, basada no en el color de la piel, la religión, el poder adquisitivo y la clase social –entre otras cosas– sino en una forma de moral y buenas costumbres, que un grupo, generalmente una mayoría, considera “buenas” y “adecuadas”, y que separa, excluye y aleja a quienes no cumplen con las reglas de conducta y de vida establecidas como lo “conveniente” por la comunidad. Esto conduce a separar malos y buenos, santos y pecadores; nosotros somos los buenos y santos, ellos son los malos y pecadores. Por lo tanto, los que se consideran “buenos”, se ven a sí mismos como más buenos, más puros y mejores, que los “malos”. La consecuencia lógica de esta forma de enfocar la vida es que los que se creen buenos, no desean juntarse, ni acercarse siquiera, a aquellos a quienes consideran malos. Juntarse con los “malos” es muy, muy mal visto; es causa de vergüenza y mal testimonio. En el Antiguo Testamento hay una expresión interesante al respecto; Isaías habla de personas que le decían a su prójimo: “Quédate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” (65:5). A las personas que la gente considera mala, o pecadora, o deshonesta, o aún inmoral o delincuente, puede no importarles un rábano la consideración en que las tienen los mojigatos santurrones de su comunidad. Pero, si en ellos hay hambre espiritual, si hay el anhelo de una salida de su condición, también pueden verse inhibidos de buscar dicha salida; puede que no se atrevan, por considerarse indignos.

Ahora, es verdad, la Biblia habla de santos, y habla de pecadores. Pero también habla de alguien que cruzó la línea divisoria, y sin contaminarse por el pecado y la maldad, procuró buscar y salvar a los indignos, los malos y los perdidos. Y ahora vamos a proponer una nueva versión del refrán que estamos comentando: Dime con quién andas, y te diré si te pareces a Jesús.

Jesús de Nazaret es un personaje de la historia universal que, en los países de herencia cultural y religiosa cristiana, difícilmente necesite una extensa presentación para ser conocido. Por supuesto, la pregunta: ¿quién era Jesús?, hoy en día depende, más que del conocimiento de su lugar en la historia, de la fe personal de cada individuo. En efecto, Jesús de Nazaret, cuando ha sido atacado, lo fue como fundador y máximo referente del cristianismo, más que por su conducta y sus enseñanzas. Comparativamente, son pocos los opositores y enemigos de la fe cristiana que han denostado a Jesús, focalizándose en su doctrina. Incluso, muchas veces vemos que aquellos que no le aceptan como Hijo de Dios, Mesías y Salvador del mundo, le ensalzan como gran maestro, adelantado a su tiempo, incomprendido, y cosas por el estilo. Así que, ante la pregunta: ¿quién es Jesús?, somos los creyentes cristianos quienes contestamos: Él es el Hijo de Dios, el Salvador del mundo, aquel en quien no hubo pecado, mientras vivió en esta tierra. Al respecto de esta última afirmación, cabe citar pasajes del Nuevo Testamento que afirman esto último, con claridad diáfana: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21), (“Cristo no cometió pecado alguno; pero por causa nuestra, Dios lo hizo pecado”; DHH); “Fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15), (“Él también estuvo sometido a las mismas pruebas que nosotros; sólo que él jamás pecó”; DHH); “No hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 Pedro 2:22), (“Cristo no cometió ningún pecado ni engañó jamás a nadie”; DHH). Pues bien, este Jesús de Nazaret, cuyos contemporáneos describieron como un hombre recto, íntegro y puro, andaba con pecadores. Para los creyentes, incluso en la actualidad, el carácter impecable (sin pecado) de Jesús de Nazaret no constituye novedad, ni resulta llamativo. Se nos enseñó como doctrina bíblica, lo leímos en la Biblia, y entendimos que sólo una víctima sin pecado, ni culpa, podía ofrecerse como sacrificio perfecto, para el perdón de los pecados de todos, según la enseñanza teológica –basada en la Biblia– del sacrificio vicario; es decir, que un inocente lleva el castigo del culpable, de modo que el culpable reciba el perdón de Dios. El hecho de que ese mismo Jesús de Nazaret se juntara, y hasta se sentara a comer, con pecadores –estafadores, prostitutas, personas de mala fama en general– tampoco resulta llamativo. Después de todo, Él era –es– el Salvador del mundo; así que, al juntarse con los pecadores, simplemente estaba haciendo su trabajo. Sin embargo, esa segregación, esa santurrona separación, ese mojigato correr despavorido para alejarse de los pecadores, aún presente en nuestra época de tolerancia, derechos y viva la pepa, en la época de Jesús estaba presente en las comunidades judías con mucha fuerza. En esas comunidades, el que Jesús se juntara con personas de mala fama era visto con horror por los profesionales de la religión. Para ejemplo: “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos come” (Lucas 15:1, 2); “Los escribas y los fariseos, viéndole comer con los publicanos y con los pecadores, dijeron a los discípulos: ¿Qué es esto, que él come y bebe con los publicanos y pecadores?” (Marcos 2:16). En aquella cultura, sentarse a comer con una persona significaba tener comunión con dicha persona; es decir, compartir, tener parte y tomar parte en lo que esa persona hace, y en lo que esa persona es. Por lo tanto, ver alguien con pretensión de maestro sentarse –junto a sus discípulos– a comer con publicanos (judíos cobradores de impuestos para Roma; considerados por sus paisanos traidores y estafadores), era para los profesionales de la religión – los fariseos– algo que los conmocionaba. Pero cuanto más porfiaban los fariseos en criticarlo, Jesús más insistía en violentar su mojigatería, como por ejemplo cuando les dijo: “Los publicanos y las rameras van delante de ustedes al reino de Dios” (Mateo 21:31). En otras palabras, los pecadores estaban yendo primero, comprendiendo antes y entrando al reino de Dios con ventaja, respecto a los legalistas, los puros y separados cumplidores de la ley moral, que habían olvidado la misericordia, la gracia y el amor de Dios, manifestados en Jesucristo.

Luego de hablar acerca de quién era Jesús, debemos reflexionar acerca de quiénes somos los que nos decimos seguidores de Jesús. Por la obra de Jesucristo, según el Nuevo Testamento, los creyentes cristianos somos hijos de Dios (Juan 1:12); además, según el apóstol Pedro, somos miembros de una “nación santa” (1 Pedro 2:9); y también somos “miembros de la familia de Dios” (Efesios 2:19). Siendo hijos de Dios, miembros de su familia, y de un pueblo santo –es decir, separados de un mundo rebelde contra Dios, para servir a Dios– ¿con quién andamos? ¿Con quién nos juntamos? ¿Con qué clase de personas compartimos nuestros días, nuestros momentos cotidianos, nuestras vivencias y experiencias de vida? ¿Con los que nos parecen personas “puras”, “dignas” y “decorosas”? ¿Se hace carne en nosotros ese pasaje leído antes: “Quédate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú” (Isaías 65:5)? ¿O, por el contrario, se hace carne en nosotros el espíritu y la actitud de Jesús, que dijo: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Marcos 2:17)? Recordemos que no somos mejores; sólo somos diferentes en que creímos en Jesús, nos arrepentimos de nuestros pecados, y Él nos dio una nueva vida, por su gracia y misericordia; no por nada bueno que nosotros hayamos hecho. Así como Jesús dijo en su última oración por sus discípulos: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:15), debemos guardarnos del mal; guardarnos sin mancha del mundo, como dice Santiago 1:27, pero sin dejar de acercarnos, juntarnos y andar con todos, como hacía Jesús; para llamar a los perdidos al arrepentimiento para recibir perdón, salvación, y nueva vida por la fe en Cristo. Porque también nosotros somos pecadores; pecadores arrepentidos, y redimidos.

Así que, dime con quién andas, y te diré si te pareces a Jesús.

 

1) https://definicion.de/refran/
2) https://cvc.cervantes.es/literatura/clasicos/quijote/edicion/parte2/cap10/default.htm
3) https://cvc.cervantes.es/lengua/refranero/ficha.aspx?Par=58521&Lng=0

 

* Dr. Álvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista, profesor universitario y ejerce el pastorado en el Centro Evangelístico de la calle Juan Jacobo Rosseau 4171 entre Villagrán y Enrique Clay, barrio de la Unión en Montevideo.

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