Amores perversos – 1

“A través de la Biblia”
7 noviembre 2013
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Matrimonio y fidelidad conyugal.

Por: Dr. Álvaro Pandiani.

Hace unos meses, meditando sobre el matrimonio y su realidad actual decíamos que “la Iglesia Cristiana, Biblia en mano y viviendo de corazón lo que predica, debe defender y preconizar el matrimonio tal como Dios lo instituyó: un hombre y una mujer unidos ante Dios y los hombres, cumpliendo el plan de Dios para la felicidad de ambos, y siendo base de una familia en la que prime el amor y el cuidado de cada uno por el otro, no la indiferencia o la violencia, de modo que dicha familia sea a su vez base de una sociedad saludable”. (¿Matrimonio religioso?; publicado en esta misma página). Hoy continúa siendo pertinente, y parece que lo será cada vez más en la sociedad uruguaya, preconizar ese modelo de matrimonio, frente a las alternativas novedosas que bajo los eufemismos de “libertad” y “derechos”, continúan atacando la familia tradicional.

Creemos que la institución del matrimonio proviene de Dios; creemos que es plan de Dios para el ser humano que hombre y mujer se unan en matrimonio de por vida (Marcos 10:6-9). Creemos que Dios instituyó el matrimonio con un propósito múltiple: para suplir la necesidad de compañía (Génesis 2:18); para ser un ámbito de sosiego y apoyo emocional (Génesis 24:67); para proporcionar un hogar estable donde la pareja encuentre la felicidad en su amor (Proverbios 5.19); para proporcionar un ambiente donde criar a los hijos (Efesios 6:4). En todos los casos el matrimonio, este matrimonio que creemos pensado por Dios, y refrendado por lo escrito en su Palabra, la Biblia, suple una necesidad del ser humano, procurando llevarlo a la plenitud.

La naturaleza humana incluye la sexualidad. La constitución biológica del ser humano nos muestra un aparato genital masculino y femenino, complementarios. La atracción hacia el sexo opuesto, determinada por el tenor hormonal, es un hecho biológico demostrado. La sexualidad es un obvio y muy antiguo campo donde el apetito de placer y la pasión arrastran al desenfreno, llevando al pecado en sus múltiples formas (Santiago 1:14,15). El matrimonio fue instituido por Dios para ser el ámbito legítimo donde hombre y mujer se encuentren sexualmente. En 1 Corintios 7:2,9, Pablo habla del matrimonio como medio de canalizar la pulsión sexual, para evitar que las personas caigan en pecado sexual. En Proverbios 5:19, y también en el Cantar de los Cantares, milenario poema de amor, se nos presenta la otra cara: el sexo en el matrimonio como fuente de felicidad. Esto es sexo con compromiso; una relación madura,  que implica encontrar en el otro/a – y que el otro/a encuentre en uno – la compañía adecuada y fiel; el complemento emocional, y el compañero/a con el cual construir una familia.

Hoy se ciernen múltiples enemigos de la familia tradicional sobre la relación básica que permite su formación y permanencia: un hombre y una mujer, unidos en matrimonio. Entre los más obvios y frecuentes, aquellos que tienen que ver con la fidelidad conyugal, y que cristalizan en aventuras extramatrimoniales que tanto daño provocan a una relación antes estable, o sencillamente, la destruyen. Dado que aún en nuestra cultura con rasgos machistas y misóginos es no sólo la que aparenta ser más frecuente, sino también la que menos condena social cosecha, vamos a reflexionar en este artículo sobre la aventura que tiene como protagonista al hombre, al esposo a quién su mujer considera fiel, cuando no lo es.

Quizás sea saludable empezar reconociendo un hecho: todos los días en el trabajo, en la calle y otros lugares, el hombre ve mujeres atractivas; entre esas mujeres atractivas, puede aparecer una que gusta en forma particular, que resulta atractiva en particular. Ese gusto particular por una mujer particular (que no es la esposa), provoca en el hombre con principios cristianos escrúpulos morales e incluso culpa. Confesar a Dios esa debilidad (muy humana y masculina), ayudará a aliviar la carga de la culpa. En el hombre inconverso, que no sustenta principios ni valores cristianos, es poco probable que aparezcan tales escrúpulos y culpa, y si asoman, es poco probable que los confiese; y menos en reunión de amigos. Recuerdo claramente cuando un amigo, casado, observó muy atentamente a una mujer hermosa, y luego, sabiendo mi condición de cristiano, sin mediar palabra de mi parte se excusó con una amplia sonrisa, diciendo que el hecho de estar a dieta no le impedía mirar el menú. El comentario, muy machista y grosero, merecía como respuesta considerar que, en caso de estar a dieta, lo peor que uno puede hacer es mirar el menú; pues el menú despierta la tentación, y en este tema en particular, ceder a la tentación puede significar un matrimonio roto, y una familia arruinada.

¿De qué hablamos, cuando hablamos de aventura extramatrimonial? Aunque parezca de perogrullo, amerita decir con toda claridad que hablamos de adulterio, y por lo tanto de pecado, con funestas consecuencias; y esto; creamos en Dios, o no creamos. Para empezar, y ya sacarnos de encima este aspecto del problema, mencionemos el uso de prostitutas por parte de un hombre casado, punto que no merece mayor atención porque traduce perversidad extrema – en un sentido moral, y tal vez también en un sentido psiquiátrico – y además mucha estupidez, dado que implica traicionar el amor de la esposa para ir a pagar una mujerzuela, agregando además el riesgo de una enfermedad de trasmisión sexual, que afecte no sólo al adúltero, sino también a su cónyuge. Vamos a concentrarnos en el amorío extramatrimonial.

El amorío extramatrimonial implica algo más que una debilidad de la carne; es un patrón de conducta aceptado (“tener otra”), una consecuencia de la cultura imperante en nuestra sociedad. El hombre es más hombre si es un seductor, y tiene una o más mujeres “muertas” con él (lo cual también halaga su masculinidad). La obtención del amor de una amante implica, por lo tanto, la apertura a una relación con otra mujer aparte de la esposa, lo cual rompe con la norma tradicional (y cristiana) de la fidelidad conyugal. Si bien lo tradicional y cristiano tiene hoy día mala prensa, salvo entre aquellos que adherimos por libre elección y profunda convicción al ideal bíblico de vida, la infidelidad conyugal sigue generando dolor, rencores, odio y sufrimiento que afectan a hombre y mujer, a hijos e hijas, y mete también en el baile a amigos y vecinos (que supo, que sabía, que me dijo, o no me dijo). Y si bien la ruptura de esa norma tradicional y cristiana de fidelidad se da, o parece darse con escasos remordimientos y aparente tranquilidad por parte del hombre mundano, sin principios morales, o con una moral poscristiana, el dolor que provoca el daño – en el matrimonio y la familia – cuando se descubre la traición y la relación de pareja se va al diablo, no es menor. Además, suele ser un dolor egoísta, producido por el daño personal que significa la ruptura de la familia, el alejamiento de la mujer que era la compañera de todos los días, y el distanciamiento de los hijos. Y como bien sabemos los cristianos, el dolor egoísta sólo se traduce en remordimiento, y el remordimiento no es verdadero arrepentimiento, y sin verdadero arrepentimiento no hay cambio.

Hay dos puntos particulares a tener en cuenta y comentar. En primer lugar, el enamoramiento otoñal. Lo de otoñal no implica tanto edad del individuo, como tiempo de un matrimonio estable; quince, veinte o más años de relación estable y fiel con la esposa. Cuando tal hombre cae – “involuntariamente” – atrapado por el encanto de otra mujer, generalmente una joven, o jovencita, eso puede transformarse en un amor apasionado que lo arrastra a dejar esposa, familia, reputación (y entre cristianos hablamos de ministerio y testimonio). Detrás de esta situación puede, eventualmente, haber un matrimonio insulso, en el que se ha perdido el encanto y la emoción del amor romántico, convirtiéndose en una relación de cohabitación y colecho. El aburrimiento y la insatisfacción de las necesidades emocionales de afecto, cariño y pasión (en dar y recibir) crea un vacío interno que parece llenarse con el descubrimiento de un nuevo amor en otra mujer (o, para la mujer, en otro hombre; aunque, como dijimos, por su mayor frecuencia nos referimos más bien a cuando un hombre protagoniza esta situación). La raíz de este problema, entonces, podría no estar exclusivamente en el hombre, sino en la pareja; pero no siempre.

Segundo, el jugar con fuego; esto siempre es riesgoso, por lo menos para aquellos que aceptan los principios morales cristianos – aunque no sean cristianos practicantes o devotos – pero obviamente mantienen sus debilidades humanas en relación al sexo opuesto. Los que no aceptan esos principios, juegan con fuego deseando quemarse, aunque luego les duela, lo que no creen que pase, o no les importa si ocurre. Cuando una mujer se muestra zafada, abierta al jugueteo, o directamente interesada en el hombre (sin importar que éste sea casado, lo que nos da la pauta de su condición moral), el hombre avanza con palabras, miradas, insinuaciones, besitos innecesarios, manoseos “inocentes”; el individuo entiende que, conociendo sus límites, no traspasará los mismos, y se mueve en el terreno que hay entre la conducta adecuada y el estricto respeto, por un lado, y el traspasar la frontera de lo que constituye adulterio (Jesús dijo: “cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón”; Mateo 5:28). El hombre demuestra de esa manera su ignorancia acerca de en qué medida esa tierra de nadie es un terreno inclinado en pronunciada pendiente en el cual, si se mete y sigue avanzando, va a rodar cuesta abajo (“cada uno es tentado cuando de su propia pasión es atraído y seducido. Entonces la pasión, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte”; Santiago 1:14,15).

De todo lo dicho se deduce fácilmente que el adulterio es un pecado destructivo; provoca una herida profunda en la relación de pareja, humilla al cónyuge “fiel”, genera recelo y desconfianza, trunca la edificación continua del amor maduro que habría resultado en un matrimonio estable, y por extensión, en una familia estable. Por ende, afectará a los hijos, quienes percibirán una atmósfera negativa, cargada de dolor, desconfianza e inseguridad. Si esto se prolonga, con continuos adulterios que endurecerán al cónyuge traicionado (amén de que el pecado endurece el corazón del adúltero), arruinará esa pareja, transformándola en los vestigios de lo que podría haber sido una familia feliz. O puede llegar a un abrupto final con el divorcio, con la consiguiente frustración, la cual puede prolongarse por muchos años, o toda la vida. Proverbios 2:16-19, 5:20-23, y 7:6-23, tratan el tema del adulterio, coincidiendo en varios puntos, pero finalmente en el punto final: la “muerte”.

Como dijimos antes, el terreno abonado para esta “muerte”, para la infelicidad, la traición, el dolor y la frustración de la separación definitiva puede estar en ese matrimonio insulso que mencionamos; una relación en la que se ha perdido el encanto y la emoción del amor romántico. El amor romántico se construye de a dos, pero alguien puede comenzar; si quién comienza es el hombre, mejor, pues la mujer por naturaleza estará más abierta a las demostraciones románticas (salvo pocos usuales excepciones). La mujer soporta tan mal o peor que el hombre el “amor estoico”: vivir juntos, comer juntos, dormir juntos, y poca cosa más. Sumergido cada uno en la lectura, el partido de fútbol, la televisión; cada uno por su lado, sin compañerismo, sin un “te quiero”, sin un par de orejas que escuchen lo que uno siente. No hay que resignarse al “amor estoico”; hay que procurar volver a enamorarse de y enamorar al cónyuge. El “amor estoico” produce insatisfacción emocional y aburrimiento, y eso puede desembocar en adulterio, porque se buscará fuera del hogar lo que no se obtiene dentro (como ya fue dicho, esto se ve más frecuentemente, y destaca más, en el hombre, por su propia naturaleza, y por la cultura machista en que aún vivimos). Los esposos deben volver a enamorar a sus esposas, y éstas (otra vez, salvo insólitas excepciones) reaccionarán positivamente. Rescatar el amor romántico, con su aspecto sexual incluido, puede llegar a ser un muy importante paso para una vida matrimonial feliz.

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor universitario. (Adaptado del artículo homónimo publicado en iglesiaenmarcha.net, en junio de 2013)

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Amores Perversos – 3

 

1 Comment

  1. Carlos dice:

    Excelente artículo, realmente coincido con el enfoque. Es un tema que daría para mucho, todos tenemos algún amigo o algún familiar o algún compañero de trabajo que ha transitado por estos caminos y hemos visualizado en forma directa lo que el Dr. Pandiani tan claramente expresa.
    Pero… (siempre hay un pero), también he tenido ocasión de ser testigo de vínculos tóxicos, en dónde todas las partes pierden. Realmente causa tristeza e incomodidad ver esos casos.
    Cual es la solución para esas relaciones tóxicas ? Yo no lo sé, pero soy de los que creen que sólo el creador conoce la respuesta y creo muy firmemente que solamente él la comunicara al involucrado/a. Ahora bien, el involucrado/a será capaz de decodificar el msg de nuestro creador… ? eso es material para otro artículo.

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